Tuesday, January 20, 2009

Elegía


Philip Roth, 2006

De pie a un lado de la tumba, miró hacia la parte de atrás, donde el sepulturero había depositado los tepes cuadrados que colocaría de nuevo en la parcela después del entierro. Los tepes encajaban perfectamente en el tablero contrachapado sobre el que descansaban. Y seguía sin querer mancharse, no deseaba hacerlo mientras le bastara con volver la cabeza para tener un atisbo de la lápida de sus padres. No quería irse nunca de allí.
El sepulturero señaló una lápida.
—Ese hombre luchó en la segunda guerra mundial. Prisionero de guerra en Japón. La mar de simpático. Le conozco de cuando venía de visita con su mujer. Simpático de veras. Siempre muy buena persona. La clase de hombre que, si se te atasca el coche, te ayudaría a sacarlo.
—Así que conoce a algunas de estas personas.
—Pues claro. Ahí hay un chico de diecisiete años. Muerto en un accidente de tráfico. Sus amigos vienen aquí y ponen latas de cerveza en la tumba. O una caña de pescar. Le gustaba la pesca.
Rompió un terrón con la pala, golpeándolo sobre el tablero, y siguió cavando.
—Vaya, ya la tenemos aquí —dijo, mirando a la calle más allá del cementerio.
Al instante dejó la pala a un lado y se quitó los sucios guantes de trabajo amarillos. Por primera vez salió de la fosa, y golpeó cada uno de sus maltrechos zapatos contra el otro para desprender la tierra aferrada a ellos.
Una anciana negra se acercaba a la tumba abierta, con una pequeña bolsa refrigeradora a cuadros escoceses en una mano y un termo en la otra. Llevaba zapatillas deportivas, unos pantalones de nailon del mismo color de los guantes del sepulturero y una cazadora azul, con cremallera y el logo de los New York Yankees.
El sepulturero se dirigió a la mujer.
—Este simpático señor me ha visitado esta mañana —le dijo.
Ella hizo un gesto de asentimiento y le alargó la bolsa y el termo, que él dejó al lado del tractor.
—Gracias, cariño. ¿Arnold está durmiendo?
—Está levantando —respondió ella—. Te he hecho dos pasteles de carne mechada y una salchicha ahumada.
—Estupendo. Gracias.
La mujer asintió de nuevo, luego se dio la vuelta y salió del cementerio, subió a su coche y se marchó.
—¿Es su esposa? —le preguntó al sepulturero.
—Es Thelma. —Sonriente, añadió—: Me da de comer.
—No es su madre.
—Oh, no, no... no, señor —dijo el sepulturero, riéndose—. Thelma no.
—¿Y no le importa venir hasta aquí?
Uno ha de hacer lo que ha de hacer. Esa es su filosofía en dos palabras. Para Thelma es lo mismo que cavar una tumba. Esto no es nada especial para ella.
—Bueno, voy a dejarle para que coma tranquilamente. Pero quisiera preguntarle algo... me gustaría saber si cavó usted la tumba de mis apdres. Están enterrados ahí. Déjeme que se lo enseñe.
El sepulturero le siguió un trecho hasta que pudieron ver con claridad el lugar donde se alzaba la lápida de su familia.
—¿Cavó usted esas tumbas?
—Sí, claro —respondió el sepulturero.
—Pues bien, quiero agradecerle todo lo que me ha contado y lo claro que ha sido. No podría haber sido usted más concreto. Es muy instructivo para una persona mayor. Le agradezoc la concreción, y le agradezco que haya sido tan minusioso y considerado al cavar las tumbas de mis apdres. Me gustaría darle algo.

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