Wednesday, January 28, 2009

Cómo me hice monja


Cesar Aira, 1993

Mi historia, la historia de “cómo me hice monja”, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años. […]
Fuimos caminando hasta luna heladería que habíamos localizado el día anterior. […] Cargué la cucharita con extremo cuidado, y me la llevé a la boca.
Bastó que las primeras partículas se disolvieran en mi lengua para sentirme enferma de disgusto.
No sé si mi heroísmo habría llegado a tanto, pero no pude siquiera ponerlo a prueba. El primer bocado me había desdibujado en el rostro una mueca involuntaria de asco que él no pudo dejar de ver. Fue una mueca casi exagerada, en la que se conjugaba la reacción fisiológica y su acompañamiento psíquico de desilusión, miedo, y la trágica tristeza de no poder seguir a papá ni siquiera en este camino de placeres. Habría sido insensato intentar ocultarlo: ni siquiera hoy podría hacerlo, porque esa mueca o se ha borrado de mi cara.
—¿Qué te pasa?
En su tono ya estaba todo lo que vino después.
En circunstancias normales el llanto me habría impedido contestarle. Siempre tenía las lágrimas a flor de ojos, como tantos chicos hipersensibles. Pero un rebote del gusto horrendo, que me había bajado hasta la garganta y ahora volvía como un latigazo, me electrizó en seco.
—Gggh.
—¿Qué?
—Es… feo.
—¿Es qué?
—¡Feo! —chillé desesperada.
—¿No te gusta el helado?
Recordé que en el camino había dicho, entre otras cosas cargadas de una agradable expectativa: “Vamos a ver si te gusta el helado”. Claro que no decía dando por supuesto que sí me gustaría. ¿A qué chico no le gusta?...

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