Tuesday, August 25, 2009

Chronic City


Jonathan Lethem, octubre 2009

Presumo lo siguiente.

Gracias a la generosidad de Bernardo Jauregui, recibí de él esta Advance Copy de la nueva novela de Jonathan Lethem.

Mi amigo Bernardo trabaja en una biblioteca en El Paso, Texas. También escribe reseñas. Por tal motivo tenía esta copia en su poder. Transcribo la carta del editor que acompaña al volumen como primera página:

William J. Thomas
Publisher
Editor-in-chief

March 2009

Dear Reader:

Despite the oft-proclaimed death of fiction, it is still the novel, uniquely among art forms, that can best tell us who we are and what our world is like beneth the caterwaul of threeday media sensations and evanescent celebrity.

Jonathan Lethem has written seven previous novels, each one different yet instantly identifiable as the work of this contemporary American master. All of them point to this extraordinary book. Everything Jonathan has learned-as the writer, and as a human being-he has pourd into this ferocious, delirious, savagely entertaining roar of a novel.

The first time I read Chronic City, I was deeply unsettled and powerfully moved by the intesity of his vision and what it conjured in my own life. Further reading have only heightened my sense that Jonathan has written a novel that illuminates our benighted times as only a great novel can do.

With best wishes,

William J, Thomas
Publisher & Editor-in-chief
Doubleday


Me interesan las palabras entertaining roar of a novel.

La novela saldrá a la venta en Estados Unidos el 13 de octubre de 2009.
Así que viendo al futuro, unos cuantos meses al menos, podré leer antes lo que otros ansían y aún no tiene. Si la novela es de mi agrado y no veo por qué no, ya saben, aparecerá aquí.
Por mientras le doy las gracias de nuevo a mi amigo Bernardo y hasta el Paso, Texas, un abrazo.

Me pregunto si esta novela quedará en Random House Mondadori. Solo los meses lo dirán.

Monday, August 24, 2009

Friday, August 7, 2009

Sarah


J. T. Leroy (Laura Albert), 2000

Aquella noche no llovió. Hubo rayos y truenos, y cayeron cuatro gotas, pero nada más. aquel milagro era, sin lugar a dudas, competencia de una santa que había triunfado sobre el hechizo de una culebra. Algunos aseguraron haber visto fresnos en llamas tras caerles un rayo, indicio de la proximidad de una culebra. Pero Stella dijo que nunca faltan herejes celosos para extender falsos rumores.

Aquella noche Pooh ganó muy poco dinero. Todos los camioneros fueron a ver a la santa que yacía sobre las sábanas de raso con estampado de piel cebra. Rezaron en voz baja por el camión Kenworth de edición limitada, con cama de agua térmica en la cabina, y para que desapareciera aquella extraña quemazón que notaba en la entrepierna. Le Loup encendía velas y les estrechaba la mano a los camioneros quizá demasiado fuerte, hasta que se mostraban más generosos a la hora de dejar dinero en la bandeja.

Los reporteros de la televisión y los periodistas no se presentaron, pero de todos modos las prostitutas tomaron clases de Cosmética Mary Kay e hicieron una buena provisión de tonos en la gama del marrón y el beige, los que más favorecían ante las cámaras, por si acaso.

[…]

Tras quitar la mano de la frente del camionero, Pooh y yo nos miramos fijamente en silencio. Hubo un instante de complicidad, como cuando sorprendes a alguien que se está masturbando en el cuarto de baño.

Nuevo LINK

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Ezequiel Martínez en su blog En minúscula.
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Wednesday, August 5, 2009

El nombre del mundo


Denis Johnson, 2000

Encontré el aula a unos pocos metros y me asomé por la puerta entreabierta para ver a un grupo de estudiantes, digamos que un par de docenas de ellos, la mayoría despatarrados en el suelo, otros sentados en banquetas altas, todos vestidos y adornados según la moda tan expresiva como desaliñada de los integrantes de todo departamento de arte. Habían puesto los caballetes a un lado y las banquetas y sillas juntas y ordenadas. El aula, una habitación grande, se encontraba en completo silencio. Pero yo no podía ver ninguna performance, nadie estaba actuando, a pesar de que podía ver perfectamente buena parte del aula. Entré sin hacer ruido y me senté en uno de los pupitres de madera junto a la puerta, sintiéndome más parte del batiburrillo de cajas, trapos y caballetes que del público. Ahora podía ver en una de las esquinas más cercanas del aula, en una pequeña plataforma, a una mujer sentada sobre una mesa con las piernas bien separadas, el pie izquierdo subido, y el derecho colgando. Una mujer joven, completamente desnuda de cintura para abajo a excepción del calzado –un par de zapatillas negras y altas, con los cordones desatados, uno color púrpura o algo así, oscuro, y el otro blanco o gris– y concentrada en afeitarse su monte de Venus cubierto de espuma de jabón. Utilizaba una de esas maquinillas desechables de color rosa. Me senté lo suficientemente cerca para apreciar todos estos detalles y colores. La mujer tenía problemas con esta operación, daba golpes como pinceladas con su maquinilla para acto seguido enjuagarla con vigor en un bol con el esmalte cuarteado y lleno de agua; hacía esto cada dos pasadas de la maquinilla que, luego, sustituía por otra que secaba de una bolsa de plástico llena de maquinillas.
Tardé un poco en reconocer en ella a la chica que había conocido en casa de Ted Mackey la misma noche en que me había cruzado con Heidi Franklin.

No tengo miedo


Niccolo Ammaniti, 2001

Dentro hacía más frío.
La piel del muerto estaba manchada, llena de costras de barro y mierda. Estaba desnudo. Parecía tan alto como yo, aunque era más delgado. Estaba en los huesos; se le marcaban las costillas. Debía tener más o menos mi edad.
Le toqué la mano con la punta del pie, pero no dio señales de vida. Levanté la manga que le cubría las piernas. Alrededor del tobillo tenía una gruesa cadena con un candado. La piel estaba pelada y rojiza. De la carne emanaba un líquido transparente y denso que goteaba sobre los eslabones oxidados de la cadena, atada a una argolla enterrada.
Quería verle la cara. Pero no quería tocarle la cabeza. Me hacía mucha impresión.
Al final, titubeando, alargué la mano y cogí con dos dedos una punta de la manta, e iba a quitársela de la cara cuando el muerto dobló de pronto una pierna.
Cerré los puños y abrí la boca, sintiendo como si una mano helada hubiera agarrado mis partes.
El muerto se incorporó entonces como si estuviera vivo y sin abrir los ojos me alargó los brazos.
Los pelos se me pusieron de punta, reprimí un grito, di un brinco hacia atrás, tropecé con el cubo y la mierda se espació por todas partes. Acabé de espaldas en el suelo, gritando.
También el muerto empezó a gritar.
Me revolví en la mierda hasta que con un brinco desesperado me agarré por fin a la cuerda y salí de aquel hoyo como alma que lleva el diablo.