Wednesday, July 31, 2013

Cuervos





John Connolly, 2013

Mar gris, cielo gris, pero fuego en el bosque y los árboles en llamas. No hacía calor ni había humo, y aun así la espesura ardía, coronada de tonos rojos, amarillos y anaranjados: un gran y frío incendio que se produce en la llegada del otoño y la resignada caída de la hoja. En el aire se percibía mortalidad, presente en el primer asomo de brisas invernales y en la amenaza de heladas que éstas traínan consigo; y los animales se preparaban ya para las inminentes nieves. La búsqueda de sustento había empezado, la necesidad de llenarse el estómago para los tiempos de escasez [...]

Los cuervos permanecían inmóviles. Muchos de sus hermanos de regiones más septentrionales habían enfilado rumbo al sur para escapar de lo más crudo del inverierno; pero aquellos no. Aunque enormes, era estilizados, y en sus ojos brillaba una rara inteligencia...

Nota: una historia del detective Charlie Parker. Entretenida de principio a fin. De pronto pasajes peliculescos de acción sobresalen por lo hollywoodense de la situación, sin embargo son los mínimos. Maine es esa tierra de fantasmas que vale la pena explorar con Connolly... y con el Mtro. Stephen King.

Ajua.

Sunday, July 14, 2013

Juárez Whiskey. Reseña VI

En la revista Performance, que edita el Mtro. José Homero, en Xalapa, Ver., aparece una reseña de Juárez Whiske, para leer en la liga original dar click aquí


Una novela de tráfico
por Josué Sánchez

Juárez y es, de acuerdo a Josué Sánchez, “la suave parálisis de una narrativa para los que se complacen en la contemplación del mundo a distancia”
Juárez Whiskey (Almadía, 2013), tercera novela de César Silva Márquez (Ciudad Juárez, Chih., 1974) es un paseo por los corredores de la memoria de un bebedor de escocés. Un dolor de muela es la piedra de toque para la construcción de la arquitectura del sopor, el monólogo del huraño y la postal melancólica de la ciudad. Su apuesta es el ejercicio de la abulia instalada en Carlos, su protagonista, y el resultado es la suave parálisis de una narrativa para los que se complacen en la contemplación del mundo a distancia 
Aquí, los personajes, entre matrimonios que no se consuman, hijos que no nacen y conversaciones que no terminan, se instalan en el discurso de Carlos a manera de piezas de algo más grande. Por eso los capítulos aparecen diseñados como prótesis de la memoria cuyo material, un lenguaje sobrio caro a una apuesta minimalista, rehabilita la exploración de la desidia. Así, un par de pantuflas que descansan bajo un sofá y que son propiedad de una exprometida, una sesión de fisting malograda, la imposibilidad y pereza para detener las amenazas de una mujer histérica y un dolor de muelas que se apaga y enciende de la misma dolorosa manera en que la memoria del narrador divaga hacen de Juárez Whiskey un relato elegíaco de lo cotidiano, un inventario de lo marchito. 
César Silva vuelve la mirada sobre lo que en Los cuervos (Tierra Adentro, 2006) y Una isla sin mar (Mondadori, 2009) ha tratado como su música de fondo: Ciudad Juárez. A diferencia de las dos novelas anteriores, esta vez el análisis del espacio y su transformación devienen en una retórica de la nostalgia. Su recurso es la enunciación de los nombres que cambian, el signo fantasma que gravita sobre letreros de establecimientos y calles. A partir de aquí, el símil de la ciudad, en vez de fundarse sobre la metáfora del Paraíso Perdido, nace de la muela cariada del narrador: “Yo y mi ciudad y mis edificios derrumbados en forma de muela dolida. Mi propia zona cero. (…) Nos han sitiado. Mis dientes dolidos significan humo, balazos y derrumbes; cuadros surrealistas, leones rugiendo, langostas enormes comiéndose el horizonte y mujeres transformándose en piedra; todas mis rocas en medio del desierto como un juego de canicas inalcanzable, pintado por Salvador Dalí.”
En esta novela la rúbrica estilística sigue la línea de un lirismo en deuda con John Fante y Charles Bukowski; el primero, celebraba la nostalgia de la muerte del padre con garrafas de vino, el segundo, concilió euforia y depresión con innumerables boilermakers. De esa mezcla de Eros y Tanatos, César Silva reinterpreta un lirismo amartillado de actitud estoica con un temperamento que recuerda a aquellos narradores norteamericanos: “Uno planea y escribe sus propósitos y en el mismo incendio del tiempo se achicharran y se vuelven cenizas, mosquitos de ceniza subiendo en un remolino hasta perderse. Algunos tienen la mejor suerte del mundo. Otros nos conformamos con un vaso de whisky. Un puñetazo de alcohol en la sangre.” Además, que no se extrañe el lector que encuentre la libertad de una prosa que en algún momento tiende a la analogía entre los pollos rostizados y la mecánica automovilística, que narra la influencia de Javier Solís en la música de Janis Joplin, que recupera un capítulo de la vida de Mickey Rourke y que aún tiene energía para digerir más y más de la cultura pop.
Imposible no identificar a Juárez Whiskey como una muestra de la narrativa de frontera: tanto la cultura de México como la de Estados Unidos aparecen en esta novela a modo de escenario liminal. Por aquí está La Panamericana y el español y, al mismo tiempo, la organización de El Paso y las trabas para cruzar el Puente Internacional a raíz del 9/11. En consecuencia, los personajes viven arraigados en una ciudad fronteriza que comprende cantinas, comida, música y el umbral de dos lenguas que les da su identidad.
Hay una parte de la novela donde Carlos narra cómo su amigo José Juan Aboytia lo trata de iniciar en el bourbon y le ofrece un trago del mítico Juárez Whiskey. Después de dar un sorbo, Carlos dice, simplemente, que prefiere el escocés. Es difícil, pienso, no degustar ese bourbon que no producen desde que terminó la prohibición en Estados Unidos, un auténtico producto de culto; lo mismo para Juárez Whiskey, una novela que, por su singularidad, por los grados de alcohol que destila cada página y por el agradable mareo que produce su lectura, parece objeto de tráfico en el panorama de la literatura mexicana contemporánea.

Thursday, July 11, 2013

Juárez Whiskey. Reseña V


Librería Gandhi reseña Juárez Whiskey. Para leer desde el origen, dar click aquí

También sobre la estabilidad cotidiana se puede escribir: JUÁREZ WHISKEY


Por: Lobsang Castañeda
 
Dice Elias Canetti que cuando un escritor está verdaderamente comprometido con su vocación termina rechazando la mansedumbre y entregándose sin reparos a la exageración, al paroxismo. Ello, por supuesto, le obliga a conducir sus historias por terrenos pantanosos, intrincados, muchas veces alejados de lo verosímil, y estirar los rasgos de sus personajes al máximo hasta conseguir que hagan o digan lo que nadie más es capaz de hacer o decir. Esa fue la pauta, por ejemplo, que siguió en su novela “Auto de fe”, una de las cumbres de la narrativa europea del siglo XX y, más aún, en “El testigo oidor”, un auténtico laboratorio de caracteres llevados al extremo. No obstante, en el ancho mar de las letras hay de todo, como en la viña del Señor. La desmesura de un escritor como Canetti sólo puede ser juzgada a partir de la sobriedad de una novela como “Los Buddenbrook” de Thomas Mann o la dulzura hipnótica de casi todos los cuentos y relatos de Robert Walser, príncipe del “no pasa nada”. En efecto, también de la realidad más inmediata y en apariencia anodina se puede extraer literatura; también sobre la estabilidad cotidiana —aquella en donde los acontecimientos se van acumulando de manera casi imperceptible— se puede escribir.

En “Juárez Whisky”, de César Silva Márquez, esa “discreción de lo cotidiano” ocupa un lugar preponderante. Se trata de una novela sin grandilocuencias, sin exabruptos, en la que un ingeniero de 30 años, Carlos, rememora algunos pasajes de su vida amorosa y describe, a veces de forma incidental, a veces con minuciosidad de cronista urbano, el espacio melancólico en donde le ha tocado vivir, sentir y pensar: Ciudad Juárez, Chihuahua. Sabedor de que el mundo circundante es tan sólo una proyección de la interioridad de quien lo habita —“Yo y mi ciudad nos dolemos de nuestras bocas. Nos han sitiado. Mis dientes dolidos significan humo, balazos y derrumbes; cuadros surrealistas, leones rugiendo, langostas enormes comiéndose el horizonte y mujeres transformándose en piedra; todas mis rocas en medio del desierto como un juego de canicas inalcanzable, pintado por Salvador Dalí”—, Carlos va ordenando una serie de sucesos relacionados con las mujeres que han ido delineando una pequeña parte de su existencia sin llegar realmente a modificarla. Ni el rompimiento con Angélica tras confesarle su amor por otro hombre, ni el desconcierto provocado por la bipolar Blanca, ni la amistad con Belinda, ni los escarceos con Gabriela Torres, su dentista, ni el temor a ser despedido del trabajo, ni los acribillados en las calles o los robos y secuestros cada vez más frecuentes, logran alterar esa familiaridad no siempre confortable que nos permite vivir cada día no como si fuera el último sino como uno más. Familiaridad, por cierto, que Carlos reafirma con cada trago de whisky, símbolo mismo del gusto que se convierte en costumbre, en una forma de ser ya perfectamente asimilada.

Armada a la manera de un mosaico de recuerdos, “Juárez Whiskey” nos muestra, pues, el lado menos emocionante de la realidad, aquel que no está lleno ni de grandes triunfos ni de grandes derrotas, que ya se encuentra a un paso del aburrimiento y el hastío y que sólo puede hacerse presente por medio del alcohol, sustancia evocadora por antonomasia. “Beber —dice Carlos— es desfilar por los nombres de quien uno conoce” y, más aún, la herramienta más eficaz para darse cuenta de que “uno planea y escribe sus propósitos y en el mismo incendio del tiempo se achicharran y se vuelven cenizas, mosquitos de ceniza subiendo en un remolino hasta perderse.”