Thursday, January 22, 2009

Chesil Beach


Ian McEwan, 2007

Apartó la cabeza de golpe y se zafó de los brazos de Edward. Mientras él la miraba sorprendido, todavía con la boca abierta, y una pregunta empezaba a formarse en su expresión, ella le agarró de la mano y le llevó hacia la cama. Era avieso por su parte, e incluso vesánico, cuando lo que quería era salir corriendo del cuarto, cruzar los jardines y bajar el camino hasta la playa para sentarse allí sola. Incluso un minuto a solas la habría ayudado. Pero su sentido del deber era dolorosamente fuerte y no pudo resistirse. No soportaba la idea de desairar a Edward. Y creía de veras que estaba totalmente equivocada. Si el censo completo de invitados a la boda y de familiares hubieran estado de algún modo invisiblemente apretujados en la habitación, observando, todos los fantasmas de habrían puesto de parte de Edward y de sus deseos acuciantes, razonables. Supondrían que ella padecía alguna anomalía y estarían en lo cierto.
Sabía también que su conducta era lamentable. Para sobrevivir, para escapar de un trance horroroso, tenía que huir hacia delante y obligarse al paso siguiente, dando la impresión errónea de que ella misma lo anhelaba. El acto final no se podía posponer indefinidamente. El momento salía a su encuentro justo cuando ella avanzaba insensatamente hacia él. Estaba atrapada en un juego cuyas reglas no podía cuestionar. No podía huir de la lógica que la había inducido a llevar, o a remolcar, a Edward a través de la habitación hacia la puerta abierta del dormitorio y la cama estrecha de cuatro columnas y el terso cobertor blanco. Ignoraba lo que haría cuando llegasen allí, pero al menos aquel sonido atroz había cesado y en los pocos segundos que tardase en llegar, su boca y su lengua eran suyas, y podía respirar e intentar recuperar el dominio de sí misma.

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