Monday, January 19, 2009

Tres rosas amarillas


Raymond Carver, 1988


Cajas
[...]
Las palabras brotan de mis labios antes de pensar incluso qué decir a continuación: «Querida mía.»
Las repito. La llamo «querida mía». «Querida mía, procura no tener miedo», le digo. Le digo que la quiero y que sí, que le escribiré. Luego le digo adiós y cuelgo el teléfono.
Durante un rato no me muevo de la ventana. Me quedo allí de pie, mirando hacia las casas iluminadas del vecindario. Un coche deja la carretera y entra en el jardín de una casa. Se enciende la luz del porche. Se abre la puerta de la casa y sale alguien y se queda en el porche, esperando.
Jill pasa las páginas del catálogo, y de pronto se detiene y deja de hacerlo.
—Esto es lo que necesitamos —dice—. Se acerca mucho a lo que tenía pensado. Mira esto, ¿quieres?
Pero yo no miro. Me importan un rábano las cortinas.
—¿Qué es lo que miras ahí afuera, carniño? —dice Jill—. Dime.
¿Qué puedo decirle? Las personas a quienes miro se abrazan en el porche unos instantes, y después entran juntos en la casa. Dejan la luz encendida. Luego caen en la cuenta y la apagan.

No comments:

Post a Comment