Monday, December 15, 2008

Un hombre en la oscuridad

Paul Auster, 2008
Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana. Arriba, mi hija y mi nieta están cada una en su habitación, también solas: mi hija única, Miriam, de cuarenta y siete años, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija de Miriam, que antes dormía con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el corazón destrozado.
Luz radiante, y luego oscuridad. El sol fulgurando por todos los rincones del cielo, seguido de la negrura de la noche, el silencio de las estrellas, el viento que agita las ramas. Ésa es la monotonía diaria. Llevo viviendo más de un año en esta casa, desde que me dieron de alta en el hospital. Miriam insistió en que viniera, y al principio estábamos los dos solos, junto con la enfermera que me cuidaba durante el día cuando mi hija se iba a trabajar. Luego, tres meses después, a Katya se le cayó el mundo encima, y entonces dejó la escuela de cine en Nueva York y se vino a Vermont a vivir con su madre.

Tuesday, December 9, 2008

El sindicato de policía Yiddish

Michael Chabon, 2007



Landsman aprendió a odiar el juego del ajedrez a manos de su padre y de su tío Hertz. Los dos cuñados habían sido amigos de infancia en Lodz y compañeros en el club Juvenil de Ajedrez Makkabi. Landsman recuerda que solía hablar del día, en verano de 1939, en que el gran Tartakower pasó a hacer una demostración para los chicos del Makkabi. Savielly Tatakower era ciudadano polaco, gran maestro y un personaje famoso por haber dicho: «Los errores ya están todos en el tablero, esperando a que alguien los cometa». Había venido de París para hacer un reportaje de un torneo para una revista de ajedrez francesa y para visitar al director del Club Juvenil de Ajedrez Makkabi, un viejo camarada suyo de su época en el frente ruso con el ejército de Francisco José. A instancias del director, Isidor Landsman.

Monday, December 8, 2008

Tristessa

Jack Kerouac, 1960


Estoy con Tristessa en un taxi, borracho, con una enorme botella de whisky Juárez que guardo en una de las bolsas de mi mochila ferrocarrilera que me acusaron de sacar de un tren en 1952... Heme aquí en la ciudad de México, lluviosa noche de sábado, misterios, viejos sueños de pequeñas calles innombrables por las que he caminado entre una multitud de sombríos Indios Vagabundos envueltos en patéticas cobijas que te hacen llorar. Al verlos me imagino brillosos cuchillos debajo de los pliegues de sus ropas… lúgubres sueños trágicos como el de aquella noche en el viejo tren cuando mi padre colocó sus grandes muslos en el asiento de un carro nocturno para fumadores, mientras afuera el guardafrenos con luz roja y blanca se desplazaba pesadamente por la vasta y triste niebla de las vías de la vida… Pero ahora estoy en este valle vegetal de México, unas noches antes me tropecé con la luna de Citlapol en la azotea donde dormía cuando me dirigía al viejo y goteante excusado de piedra… Tristessa está drogada, bella como siempre se dirige contenta a su casa para meterse a la cama y disfrutar de su morfina.

Tuesday, November 18, 2008

Sputnik, mi amor

Haruki Murakami, 1999


El barbero ya no hace agujeros.

Después del sueño tomé una determinación crucial. Por fin la punta de mi —a su manera— diligente pico ha empezado a golpear sobre roca sólida. ¡Crac! Le mostraré a Myû con claridad cuáles son mis deseos. No puedo continuar así, colgada toda la vida. No puedo ser como un tímido barbero que abre un agujero en el patio trasero de su casa y se asoma a su interior para confesar en secreto: «¡Amo a Myû!». Si esta situación se prolonga, yo me iré perdiendo poco a poco. Todos los amaneceres y todos los atardeceres irán arrancándome un pedazo tras otro. Dentro de poco, mi existencia se habrá diluido en la corriente y yo me habré convertido en «nada».

Las cosas son tan claras como el cristal de cuarzo. El cristal. El cristal.
Quiero abrazar a Myû, quiero que ella me abrace. Yo ya he entregado todo cuanto me importaba. Yo no quiero darles nada más. Aún no es demasiado tarde. Debo hacer el amor con Myû. Penetrar en su interior. Como dos voraces y aterciopeladas serpientes.
¿Y qué haré si Myû no me acepta?
En ese caso, tendré que aceptar las cosas como vengan.
—Es que, cuando te disparan, sangras.

Debe correr la sangre. Debo afilar mi cuchillo y degollar un perro en alguna parte.

¿Verdad que sí?
Pues sí.

Estas líneas son un mensaje que me mando a mí misma. Parecen un bumerán. Cuando lo arrojo, rasga las tinieblas en la lejanía, asusta la pequeña alma de algún desdichado canguro y, pronto, vuelve a mi mano. Pero el bumerán que retorna no es el mismo bumerán que yo he arrojado. Lo sé. Bumerán, bumerán.

Tuesday, November 11, 2008

El corazón es mentiroso


J. T. Leroy (Laura Albert), 2001

—¿Qué? Diablos, no, no… —Da un golpe al volante—. ¿Te acuerdas de la llamada, el teléfono, hace unas horas? —Muevo la cabeza sin parar, diciendo que sí—. Bueno, pues me dijeron que todos están muertos. Tus padres adoptivos… muertos como troncos. —Vuelve a acariciarme el pelo—. Se los cargó la poli… por tu culpa… Por eso tuvimos que salir huyendo. De manera que lo mejor es que no hables con la policía ni con los asistentes sociales, con nadie… o nos matarán. Nos cortarán en pedazos… —Mueve la mano como si troceara algo.
Me rodeo con mis propios brazos. Me estoy pelando, ya falta poco para que la piel se me caia toda. Me araño el cuerpo para ayudar a que salte toda la piel escamada.
—¿Qué estás haciendo?
Grito por encima del zumbido que me bulle en la cabeza.
—¡Me estoy excavando! —Y observo cómo los dardos limpios y fríos del sol me desgarran la carne.

Monday, November 10, 2008

Nocturno Hindú

Antonio Tabucchi, 1984
[...] Supongamos que sea una noche como ésta, cálida y llena de fragancias, hotel muy elegante, a orillas de mar, gran terraza con mesitas y velas, música en sordina, camareros que van de mesa en mesa solícitos y discretos, comida selecta, naturalmente, cocina internacional. Yo estoy en una mesa con una mujer hermosa, una joven como usted, con aspecto de extranjera, estamos en una mesa en el extremo opuesto de donde nos encontramos ahora. La mujer está de cara al mar, yo en cambio miro hacia las demás mesas, estamos conversando agradablemente, la mujer se ríe de vez en cuando, se adivina por sus h0mbros, exactamente igual que usted. En un momento dado...». Me callé y miré la terraza, paseando mi mirada por las personas que cenaban en las demás mesas. Christine había roto la ramita de menta, la tenía en una comisura de la boca como un cigarrillo, con expresión atenta. «¿En un momento dado?».
«En un momento dado le veo. Está en una mesa del fondo, en la otra punta de la terraza, Se halla de cara hacia mí, estamos frente a frente. también él va con una mujer, pero ella me da la espalda y no puedo saber quién es. Quizá la conozca, o crea conocerla, me recuerda a alguien, mejor dicho a dos perosnas, lo mismo podría ser una que otra. Pero así, desde lejos, a la luz de las velas es difícuil precisarlo, y además la terraza es muy grande, exactamente como ésta. El probablemente le dice a la mujer que no se dé la vuelta, me mira durante largo rato, sin moverse, muestra una expresión satisfecha, casi sonriente. Tal vez también él cree reconocer a la mujer que está conmigo, le recuerda a alguien, mejor dicho a dos personas, lo mismo podría ser una que otra».
«O sea que el hombre que le buscaba consigue encontrarle».
«No del todo», dije yo, «no es extactamente así. Me ha buscado tanto que ahora que me ha encontrado ya no tiene ganas de encontrarme [...]»
«¿Y luego?», dijo Christine, «¿Qué más pasa?».

El complot mongol

Rafael Bernal, 1969
—Pero, señor policía... Mister... usted me prometió que me darían ese dinero... Y el coche...

—Trátelo con su abogado.

—That crummy bastard! Mejor ven a la noche, a las nueve, y te lo explico todo. Me voy a arreglar y tendremos un party. ¿Te gusta un party con una muchacha americana, verdad lover?

García cerró lo puerta. ¡Pinche gringa más aguada. Y todavía apesta al aguardiente que se tomó anoche. Casi prefiero acostarme con el licenciado, ¿Conque el chino Wang andaba repartiendo la fierrada? Fregados chales estos. Ora sí que les cayó tierra. Y estos de China Comunista han de andar medio atrasados en al intriga internacional. ¡Vaya pendejadas que andan haciendo! Por eso creo que aquí hay gato encerrado. ¡Pinche gato! Conque mucha Mongolia Exterior para salir con esta tarugada. Y por allí andan otros muchos billetes de a cincuenta dolares cada uno, de a cincuenta dolores verdes. Le podría comprar a Martita un abrigo de pieles. Y sigo haciéndole al maje. Pero lo que es esta noche me cumple o me cumple. Con lo buena que está.
[...]

—Lo espero aquí en la sala.

—No sé a qué horas vuelva. Acuéstese y mañana hablaremos.

Fue a la recámara tomó su sombrero y volvió a la sala. Marta lo abrazó y lo besó en la boca. El beso fue más largo. ¡Ora sí que me creció! Yo haciéndole al maje, al muy paternal, hasta que ella tuvo que decírmelo. Como maricón. ¡Ay, no me diga eso que me pongo colorado! ¡Maricón, pinche maricón! Si me tiene bien chiveado. Y los rusos oyéndolo todo. Y yo de muy paternal y ella con ganas de entrarle. ¡Y el pinche del Valle! Cuando ya se me estaba haciendo. ¡Y luego que nunca se me ha hecho con una china! Y luego que me trae medio jodido, no como las otras. Capaz y todas las chinas son así. O capaz que ando fuera de mi manada. ¡El gringo, el ruso y Martita! Todos de otra manada. Muy profesionales, de mucha Mongolia exterior y de a mucha intriga internacional. Y yo que no soy más que industrial, fabricante de muertos pinches. Y Martita. ¡Jíjole! Ora sé que hasta los de huareche me taconean. Y yo sin agarrar la onda. Como que ya no entiendo nada de lo que pasa. Me lo tienen que decir todo bien clarito. ¡Entrele viejo pendejo, no se ande con puras palabritas! Pero luego tanto amor de Martita, como que huele a gato encerrado. ¡Pinche Martita! Me hace hacer cada pendejada...

Wednesday, November 5, 2008

Soldados de Salamina

Javier Cercas, 2001

Durante los días que siguieron telefoneé al Miralles que vivía en Dijon (Laurent se llamaba) y a los cuatro restantes, que resultaron llamarse Laura, Danielle, Jean-Marie y Bienvenido. Dos de ellos (Laurent y Danielle) eran hermanos, y todos excepto Jean-Marie hablaban correctamente el castellano (o lo chapurreaban), porque procedían de familias de origen español, pero ninguno tenía el menor parentesco con Miralles y ninguno había oído hablar nunca de él.

No me rendí. Quizá llevado por la ciega seguridad que me había inculcado Conchi, telefoneé a Bolaño. Le puse al corriente de mis pesquisas, le pregunté si se le ocurría alguna otra pista por donde seguir buscando. No se le ocurría ninguna.

—Tendrás que inventártela —dijo. —¿Qué cosa?

—La entrevista con Miralles. Es la única forma de que puedas terminar la novela.

Fue en aquel momento cuándo recordé el relato de mi primer libro que Bolaño me había recordado en nuestra primera entrevista, en el cual un hombre induce a otro a cometer un crimen para poder terminar su novela, y creí entender dos cosas. La primera me asombró; la segunda no. La primera es que me importaba mucho menos terminar el libro que poder hablar con Miralles; la segunda es que, contra lo que Bolaño había creído hasta entonces (contra lo que yo había creído cuando escribí mi primer libro), yo no era un escritor de verdad, porque de haberlo sido me hubiera importado mucho menos poder hablar con Miralles que terminar el libro. Renunciando a recordarle de nuevo a Bolaño que mi libro no quería ser una novela, sino un relato real, y que inventarme la entrevista con Miralles equivalía a traicionar su naturaleza, suspiré:

—Ya.

La respuesta era lacónica, no afirmativa; no lo entendió así Bolaño.

—Es la única forma —repitió, seguro de haberme convencido—. Además, es la mejor.

La trilogía de Nueva York



Paul Auster, 1985

Ciudad de Cristal
Todo comenzó por un número equivocado [...] Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo escencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más [...] Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.
—¿Oiga? —dijo la voz.
—¿Quién es? —preguntó Quinn.
—¿Oiga? —repitió la voz.
—Le estoy escuchando —dijo Quinn—. ¿Quién es?
—¿Es usted Paul Auster? —preguntó la voz—. Quisiera hablar con Paul Auster.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
—Paul Auster. De la agencia de Detectives Auster.
—Lo siento —dijo Quinn. Debe haberse equivocado de número.
—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo la voz.
—Yo no puedo hacer nada por usted —contestó Quinn—. Aquí no hay ningún Paul Auster.
—Usted no lo entiende —dijo la voz—. El tiempo se acaba.
—Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.

Desayuno en Tiffany's

Truman Capote, 1958
Holly Golightly era una de las inquilinas del viejo edificio de piedra arenisca; ocupaba el apartamento que estaba debajo del mío. Por lo que se refiere a Joe Bell, tenía un bar en la esquina de Lexington Avenue; todavía lo tiene. Holly y yo bajábamos allí seis o siete veces al día, aunque no para tomar una copa, o no siempre, sino para llamar por teléfono: durante la guerra era muy difícil conseguir que te lo instalaran. Además, Joe Bell tomaba los recados mejor que nadie, cosa que en el caso de Holly Golightly era un favor importante, porque recibía muchísimos.

Todo esto pasó, naturalmente, hace un montón de tiempo, y, hasta la semana pasada, hacía años que no veía a Joe Bell. Alguna que otra vez nos habíamos puesto en contacto, y en ocasiones me había dejado caer por su bar cuando pasaba por el barrio; pero nunca habíamos sido en realidad grandes amigos, excepto en el sentido de que ambos éramos amigos de Holly Golightly. Joe Bell no tiene un carácter precisamente afable, tal como él mismo reconoce, aunque dice que es por culpa de su soltería y de las malas pasadas que le gasta su estómago. Todos los que le conocen bien saben que no es fácil conversar con él. Y que resulta hasta imposible si no tienes sus mismas obsesiones, entre las cuales se cuenta Holly. De las otras mencionaré el hockey sobre hielo, los perros de raza Weimaraner, Our Gal Sunday (un serial radiofónico de baja estofa que lleva oyendo desde hace quince años), y Gilbert y Sullivan: afirma estar emparentado con uno de los dos, no recuerdo cuál.

En el camino

Jack Kerouac, 1957

[...]
De repente, me encontré en Times Square. Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square; y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido: cogiendo, arrebatando; dando, suspirando, muriendo sólo para ser enterrados en esos horribles cementerios de más allá de Long Island. Las elevadas torres del país, el otro extremo del país, el lugar donde nace la América de Papel. Me detuve a la entrada del metro reuniendo valor para coger la hermosísima colilla que veía en el suelo, y cada vez que me agachaba la multitud pasaba apresurada y la apartada de mi vista, hasta que por fin la vi aplastada y desecha. No tenía dinero para ir a casa en autobús. Paterson está a unos cuantos kilómetros de Times Square. ¿Podía imaginarme caminando esos últimos kilómetros por el túnel de Lincoln o sobre el puente de Washington hasta Nueva Jersey? Estaba anocheciendo. ¿Dónde estaría Hassel? Anduve por la plaza buscándole; no lo encontré, estaba en la isla de Riker, entre rejas. ¿Y Dean? ¿Y los demás? ¿Y la vida misma? Tenía una casa donde ir, un sitio donde reposar la cabeza y calcular las pérdidas y calcular las ganancias, pues sabía que había de todo. Necesitaba pedir unas monedas para el autobús. Por fin, me atreví a abordar a un sacerdote griego que estaba parado en una esquina. Me dio veinticinco centavos mirando nerviosamente a otro lado. Corrí inmediatamente al autobús.

[...]

Así, en esta América, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastísimos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitándose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allí, y toda la gente que sueña en esa inmensidad, y sé que en Iowa ahora deben estar llorando los niños en la tierra donde se deja a los niños llorar, y esta noche saldrán las estrellas (¿no sabéis que Dios es el osito Pooh?), y la estrella de la tarde dedicará sus mejores destellos a la pradera justo antes de que sea totalmente de noche, esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sí, pienso en Dean Moriarty.

Tuesday, October 28, 2008

La caza del carnero salvaje


Haruki Murakami, 1982


La llovizna seguía cayendo sin interrupción al día siguiente, a las cinco de la tarde. Era esa típica lluvia de comienzos del verano que sigue a cuatro o cinco días de sol y nos recuerda que la estación lluviosa aún no ha acabado del todo. Desde las ventanas del octavo piso sólo se veían las calles empapadas hasta el último rincón. Y la autopista, construida sobre pilastras, mostraba a lo largo de varios kilómetros un embotellamiento de coches que desde el oeste se dirigían hacia el este. Si mirabas aquel panorama fijamente, parecía que todo se fuera diluyendo poco a poco en medio de la lluvia. En realidad, todas y cada una de las cosas de la ciudad se estaban diluyendo. Se diluía el malecón del muelle, se diluían las grúas, se diluían las líneas de edificios y, bajo los negros paraguas, se diluían las personas. Incluso el verde los montes se diluía y resbalaba silenciosamente hasta el pie de la montaña. No obstante, si durante unos segundos cerrabas los ojos, al volverlos a abrir la ciudad había recobrado su ser original. Seis grúas se erguían frente a un cielo oscuro de lluvia, la tropel de paraguas atravesaba las calles, el verde de los montes absorbía a placer la copiosa lluvia de junio.

Wednesday, October 22, 2008

La tormenta de hielo

Rick Moody, 1994


Y en aquel primer momento de reposo, recordó el número 141 de Los cuatro Fantásticos. Para él, como un oasis en el desierto. Pervertidos y perdedores y mutantes y gente sin amor, los semejantes a Paul Hood, eran los lectores adecuados de los tebeos de la Marvel.

Recapitulemos: en el número 140, Annihilus estaba muy ocupado tratando de controlar el mundo. No. Eso era lo que pasaba en la zona negativa, ese universo al lado del nuestro, donde las leyes de la naturaleza estaban ligeramente modificadas […]

La mayor parte del número, sin embargo, sólo era un resumen. Annihilus narraba con detalle sus orígenes a Wyatt Wingfoot. Era el tipo de número cuya finalidad sólo consistía en asegurarse de que Paul Hood compraría el siguiente. Que Paul compraría el número 141[…]

Cuando Paul llegó a las viñetas de la mitad de debajo de la página treinta y uno, fue como si todo el día, incluso todas las vacaciones, llevaran a un solo momento […]

Conque Reed activaba a su hijo. En su prisa y confusión, utilizaba en su propio hijo un arma todavía sin probar con toda la fuerza ionizada de las partículas antimateria. El brillo alienígena de los ojos de Franklin se apagaba, terminando el peligro de momento, apagando en él la antigua masa del Big Bang. Pero con eso desaparecía la vida de los ojos de Franklin, el parpadeo de su alegre conocimiento y búsqueda. Que era reemplazado por la oscuridad.

«¿Qué has hecho Reed? Has convertido en vegetal a tu propio hijo. ¡A tu propio hijo!...»

La última viñeta los presentaba a todos —Sue, con Franklin en los brazos como una marioneta sin vida, Wyatt Wingfoot, Johnny Tornado, Medusa y Ben— apartándose de Reed. Un Reed destrozado, sin saber qué decir ante la enormidad de lo que había hecho. El final de Los Cuatro Fantásticos. El final. Hasta el mes que viene.

Monday, October 13, 2008

Vidas de santos

Rodrigo Fresán, 2005

[...]
Max le aprieta la mano como si quisiera hacer zumo de mano; un vaso de zumo de mano de Alejo; como si todas las manos de este mundo hubieran nacido con el sólo propósito de ser exprimidas por Max.

[...]
—Abrí, es tu personaje favorito —me dice.
Alejo entra como si saliera. Se derrumba sobre el sillón. Hunde las manos en sus bolsillos como si quisiera desaparecer dentro de su chaqueta, ser tragado por sí mismo.
—Hoy estuve con Nina. —Sonríe mal. La sonrisa le sale al revés, le sale con las puntas para abajo.

[...]
Me vi iluminado como un puente en día de fiesta. Sólo que no había agua bajo mi cuerpo. Apenas arena y viento y un sonido nuevo y primordial al mismo tiempo, el sonido con el que todo había comenzado.
Vi tantas cosas.
Vi la foto del rostro de Dios. La foto de un objeto celeste diez millones de veces más grande que el sol. La foto de la aureola de Dios paseándose por el espacio con la misma indolente confianza con que otros pasean a su perro. Un círculo de oscuridad tan perfecto y tan solitario como sólo Dios puede serlo.
Vi entonces que Dios está solo ahí arriba y en todas partes, supe que Dios era un lugar de tal densidad que ni la luz podía penetrarlo.
Vi el momento exacto en que el agujero negro de Dios devoraba una galaxia por el simple placer de hacerlo. Dios alimentándose de estrellas muertas y corrigiendo los bordes del mapa de su creación en constante crecimiento.

Wednesday, September 24, 2008

Asfixia

Chuck Palahniuk

Aquella vieja leyenda urbana acerca de la fiesta sorpresa para una guapa ama de casa en la que todos los amigos de la familia se esconde en la habitación y cuando salen gritan «¡Feliz cumpleaños!» se la encuentran despatarrada en el sofá con el perro de la familia lamiéndole mantequilla de cacahuate de la entrepierna…

Bueno, pues esa tía existe.

Aquella mujer legendaria que se la está chupando a un tío que está conduciendo y le tío pierde el control del coche y da un frenazo tan fuerte que ella le corta la polla en dos cachos de un mordisco, yo los conozco a los dos.

Estos hombres y esas mujeres, están todos aquí.

Esa gente es la razón de que todas las salas de urgencias tengan un taladro con punta de diamante. Es para perforar el fondo de las botellas de Chapman y de refresco. Para disminuir la succión.

La misma gente que llega de noche caminando como patos y explica que ha tropezado y se ha caído encima de calabacines, bombillas, muñecas Barbie, pelotas de billar, de jerbos pataleando.

Véase también: el taco de billar.

Véase también: el hámster de peluche.

Han resbalado en la ducha y se han caído con precisión tremenda encima de una botella de champú engrasada. Siempre los está atacando una persona o personas desconocidas que los asaltan con velas, bolas de beisbol, con huevos duros, linternas y destornilladores que ahora hay que sacarles.

Nota: después de leer su cuento de Tripas, que se me hizo asquerosamene divertido, Leí esta novela. Es excelente la manera en que se desarrolla la historia, cómo el personaje principal nunca es quien pensaba que era. Cómo todos los demás que interactuan con él tienen un aura especial que los puede salvar de toda tragedia. 100% recomendable.

Thursday, September 18, 2008

David Foster Wallace

The general sensation is to be in the meddle of an armpit.

D. F. W. Feb 21, 1962 – Sep 12, 2008. Un día después de ese día.


Friday, September 12, 2008

El hombre del salto


Don DeLillo, 2007


Nada de comer. La comida estaba excluida. Nada de ginebra ni de vodka. Nada de cerveza que no fuese oscura. Promulgaron un edicto contra toda cerveza que no fuese oscura y contra toda cerveza oscura que no fuese la Beck oscura. Lo hicieron porque Keith les contó una anécdota que conocía acerca de un cementerio alemán, de la ciudad de Colonia, donde cuatro buenos amigos, jugadores de una partida que se había prolongado durante cuatro o cinco decenios, estaban enterrados en la disposición de que se sentaban siempre, invariablemente, a la mesa de juego, con dos lápidas enfrentadas a las otras dos, cada jugador en su puesto consagrado por el tiempo.

Les encantaba esta historia. Era una bonita historia […]

Thursday, September 11, 2008

2666


Siguiendo con Películas de Bolaño de El lamento de Portnoy

2666, de la parte de los crímenes

[...] El tipo de Los Ángeles era un merodeador de los locales gay. Siempre hay gente así, dijo Reinaldo, lobos detrás del rebaño de ovejas. El tipo de Los Ángeles seducía a los homosexuales en los locales de homosexuales o en las calles donde solía agruparse la prostitución masculina y luego se los llevaba a alguna parte en donde los mataba. Era sanguinario como Jack el Destripador. Literalmente destazaba a sus víctimas. ¿Van a hacer una película sobre él?, preguntó Reinaldo.
Ya la hicieron, dijo el chicano al otro lado del teléfono.

¿O sea que la policía lo detuvo? Claro, dijo el chicano. ¡Qué alivio!, dijo Reinaldo. ¿Y quiénes trabajan en la película? Keanu Reeves, dijo el chicano. ¿Keanu como asesino? No, como el policía que lo atrapa. ¿Y quién hace de asesino? Este rubio, ¿cómo se llama?, dijo el chicano, el que tiene el nombre igualito al del personaje de una novela de Salinger. Ay, yo no he leído a ese escritor, dijo Reinaldo. ¿No has leído a Salinger?, dijo el chicano.

Pues no, dijo Reinaldo. Una enorme laguna en su vida, carnal, dijo el chicano. Yo es que últimamente sólo leo a escritores gay, dijo Reinaldo. A ser posible, escritores gay que tengan una cultura literaria similar a la mía. Eso ya me lo explicarás en LA, dijo el chicano. Cuando colgaron Reinaldo cerró los ojos y se imaginó viviendo en un barrio de grandes palmeras, con chalets pequeños pero bonitos y vecinos aspirantes a actores, a quienes él entrevistaría mucho antes de que alcanzaran la fama.

Wednesday, September 10, 2008

Tierra adentro 153

Agosto - septiembre, 2008


Indignation

Indignation, septiembre 2008
¿Quedará en Random House Mondadori?

Man in the dark


Paul Auster, septiembre 2008


Va

probando, probando, 1, 2, 3...

Guts

Va este cuento de Chuck Palahniuk (en inglés)

Midnight Cowboy

Where's that Joe Buck?

[...]

RATSO
No doctors. No, sir. Not me. Doctors are like goddam auto mechanics. Fix one-thing, unplug another. Operate for piles and while they're there, they unscrew your liver. My old man, for God's sake, wasn't any sicker'n I am when he went to the doctor.

JOE
Well, just exactly what the hell you think you're gonna do? Die on me?

RATSO
I'm going to Florida, that's my only chance.

JOE
You know what's wrong with you? You got fevers. You kinky as a bedbug. How you gonna get to Florida?

RATSO
I'll find the money. If you just get me on the bus, that's all I ask.

JOE
Just when everything's going my way, you gotta pull a stunt like this.

RATSO
I don't even want you to go. Whaddya think of that? I got other plans for my life than dragging around some dumb cowboy that thinks he's God's gift to women. One twenty-buck trick and he's already the biggest stud in New York City. It's laughable.

The dark knight

Gordon’s son
Why is he running, dad?

Gordon
Because we have to chase him.

Gordon’s son
Bud he didn't do anything wrong.

Gordon
Because he's the hero that Gotham deserves, but not the one it needs right now... and so we'll hunt him... because he can take it... because he's not a hero... he's a silent guardian, a watchful protector... a DARK KNIGHT.