Wednesday, November 5, 2008

La trilogía de Nueva York



Paul Auster, 1985

Ciudad de Cristal
Todo comenzó por un número equivocado [...] Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo escencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más [...] Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.
—¿Oiga? —dijo la voz.
—¿Quién es? —preguntó Quinn.
—¿Oiga? —repitió la voz.
—Le estoy escuchando —dijo Quinn—. ¿Quién es?
—¿Es usted Paul Auster? —preguntó la voz—. Quisiera hablar con Paul Auster.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
—Paul Auster. De la agencia de Detectives Auster.
—Lo siento —dijo Quinn. Debe haberse equivocado de número.
—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo la voz.
—Yo no puedo hacer nada por usted —contestó Quinn—. Aquí no hay ningún Paul Auster.
—Usted no lo entiende —dijo la voz—. El tiempo se acaba.
—Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.

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