Tuesday, November 18, 2008

Sputnik, mi amor

Haruki Murakami, 1999


El barbero ya no hace agujeros.

Después del sueño tomé una determinación crucial. Por fin la punta de mi —a su manera— diligente pico ha empezado a golpear sobre roca sólida. ¡Crac! Le mostraré a Myû con claridad cuáles son mis deseos. No puedo continuar así, colgada toda la vida. No puedo ser como un tímido barbero que abre un agujero en el patio trasero de su casa y se asoma a su interior para confesar en secreto: «¡Amo a Myû!». Si esta situación se prolonga, yo me iré perdiendo poco a poco. Todos los amaneceres y todos los atardeceres irán arrancándome un pedazo tras otro. Dentro de poco, mi existencia se habrá diluido en la corriente y yo me habré convertido en «nada».

Las cosas son tan claras como el cristal de cuarzo. El cristal. El cristal.
Quiero abrazar a Myû, quiero que ella me abrace. Yo ya he entregado todo cuanto me importaba. Yo no quiero darles nada más. Aún no es demasiado tarde. Debo hacer el amor con Myû. Penetrar en su interior. Como dos voraces y aterciopeladas serpientes.
¿Y qué haré si Myû no me acepta?
En ese caso, tendré que aceptar las cosas como vengan.
—Es que, cuando te disparan, sangras.

Debe correr la sangre. Debo afilar mi cuchillo y degollar un perro en alguna parte.

¿Verdad que sí?
Pues sí.

Estas líneas son un mensaje que me mando a mí misma. Parecen un bumerán. Cuando lo arrojo, rasga las tinieblas en la lejanía, asusta la pequeña alma de algún desdichado canguro y, pronto, vuelve a mi mano. Pero el bumerán que retorna no es el mismo bumerán que yo he arrojado. Lo sé. Bumerán, bumerán.

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