Wednesday, August 5, 2009

El nombre del mundo


Denis Johnson, 2000

Encontré el aula a unos pocos metros y me asomé por la puerta entreabierta para ver a un grupo de estudiantes, digamos que un par de docenas de ellos, la mayoría despatarrados en el suelo, otros sentados en banquetas altas, todos vestidos y adornados según la moda tan expresiva como desaliñada de los integrantes de todo departamento de arte. Habían puesto los caballetes a un lado y las banquetas y sillas juntas y ordenadas. El aula, una habitación grande, se encontraba en completo silencio. Pero yo no podía ver ninguna performance, nadie estaba actuando, a pesar de que podía ver perfectamente buena parte del aula. Entré sin hacer ruido y me senté en uno de los pupitres de madera junto a la puerta, sintiéndome más parte del batiburrillo de cajas, trapos y caballetes que del público. Ahora podía ver en una de las esquinas más cercanas del aula, en una pequeña plataforma, a una mujer sentada sobre una mesa con las piernas bien separadas, el pie izquierdo subido, y el derecho colgando. Una mujer joven, completamente desnuda de cintura para abajo a excepción del calzado –un par de zapatillas negras y altas, con los cordones desatados, uno color púrpura o algo así, oscuro, y el otro blanco o gris– y concentrada en afeitarse su monte de Venus cubierto de espuma de jabón. Utilizaba una de esas maquinillas desechables de color rosa. Me senté lo suficientemente cerca para apreciar todos estos detalles y colores. La mujer tenía problemas con esta operación, daba golpes como pinceladas con su maquinilla para acto seguido enjuagarla con vigor en un bol con el esmalte cuarteado y lleno de agua; hacía esto cada dos pasadas de la maquinilla que, luego, sustituía por otra que secaba de una bolsa de plástico llena de maquinillas.
Tardé un poco en reconocer en ella a la chica que había conocido en casa de Ted Mackey la misma noche en que me había cruzado con Heidi Franklin.

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