Librería Gandhi reseña Juárez Whiskey. Para leer desde el origen, dar click aquí
También sobre la estabilidad cotidiana se puede escribir: JUÁREZ WHISKEY
Por: Lobsang Castañeda
Dice Elias Canetti
que cuando un escritor está verdaderamente comprometido con su vocación
termina rechazando la mansedumbre y entregándose sin reparos a la
exageración, al paroxismo. Ello, por supuesto, le obliga a conducir sus
historias por terrenos pantanosos, intrincados, muchas veces alejados de
lo verosímil, y estirar los rasgos de sus personajes al máximo hasta
conseguir que hagan o digan lo que nadie más es capaz de hacer o decir.
Esa fue la pauta, por ejemplo, que siguió en su novela “Auto de fe”,
una de las cumbres de la narrativa europea del siglo XX y, más aún, en
“El testigo oidor”, un auténtico laboratorio de caracteres llevados al
extremo. No obstante, en el ancho mar de las letras hay de todo, como en
la viña del Señor. La desmesura de un escritor como Canetti sólo puede
ser juzgada a partir de la sobriedad de una novela como “Los Buddenbrook” de Thomas Mann o la dulzura hipnótica de casi todos los cuentos y relatos de Robert Walser,
príncipe del “no pasa nada”. En efecto, también de la realidad más
inmediata y en apariencia anodina se puede extraer literatura; también
sobre la estabilidad cotidiana —aquella en donde los acontecimientos se
van acumulando de manera casi imperceptible— se puede escribir.
En “Juárez Whisky”, de César Silva Márquez,
esa “discreción de lo cotidiano” ocupa un lugar preponderante. Se trata
de una novela sin grandilocuencias, sin exabruptos, en la que un
ingeniero de 30 años, Carlos, rememora algunos pasajes de su vida
amorosa y describe, a veces de forma incidental, a veces con
minuciosidad de cronista urbano, el espacio melancólico en donde le ha
tocado vivir, sentir y pensar: Ciudad Juárez, Chihuahua. Sabedor de que
el mundo circundante es tan sólo una proyección de la interioridad de
quien lo habita —“Yo y mi ciudad nos dolemos de nuestras bocas. Nos han
sitiado. Mis dientes dolidos significan humo, balazos y derrumbes;
cuadros surrealistas, leones rugiendo, langostas enormes comiéndose el
horizonte y mujeres transformándose en piedra; todas mis rocas en medio
del desierto como un juego de canicas inalcanzable, pintado por Salvador Dalí”—,
Carlos va ordenando una serie de sucesos relacionados con las mujeres
que han ido delineando una pequeña parte de su existencia sin llegar
realmente a modificarla. Ni el rompimiento con Angélica tras confesarle
su amor por otro hombre, ni el desconcierto provocado por la bipolar
Blanca, ni la amistad con Belinda, ni los escarceos con Gabriela Torres,
su dentista, ni el temor a ser despedido del trabajo, ni los
acribillados en las calles o los robos y secuestros cada vez más
frecuentes, logran alterar esa familiaridad no siempre confortable que
nos permite vivir cada día no como si fuera el último sino como uno más.
Familiaridad, por cierto, que Carlos reafirma con cada trago de whisky,
símbolo mismo del gusto que se convierte en costumbre, en una forma de
ser ya perfectamente asimilada.
Armada a la manera de un mosaico de recuerdos,
“Juárez Whiskey” nos muestra, pues, el lado menos emocionante de la
realidad, aquel que no está lleno ni de grandes triunfos ni de grandes
derrotas, que ya se encuentra a un paso del aburrimiento y el hastío y
que sólo puede hacerse presente por medio del alcohol, sustancia
evocadora por antonomasia. “Beber —dice Carlos— es desfilar por los
nombres de quien uno conoce” y, más aún, la herramienta más eficaz para
darse cuenta de que “uno planea y escribe sus propósitos y en el mismo
incendio del tiempo se achicharran y se vuelven cenizas, mosquitos de
ceniza subiendo en un remolino hasta perderse.”
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