Una novela de tráfico
por Josué Sánchez
Juárez y es, de acuerdo a Josué Sánchez, “la suave
parálisis de una narrativa para los que se complacen en la contemplación del
mundo a distancia”
Juárez Whiskey (Almadía, 2013), tercera novela de César Silva Márquez (Ciudad Juárez,
Chih., 1974) es un paseo por los corredores de la memoria de un bebedor de
escocés. Un dolor de muela es la piedra de toque para la construcción de la
arquitectura del sopor, el monólogo del huraño y la postal melancólica de la
ciudad. Su apuesta es el ejercicio de la abulia instalada en Carlos, su
protagonista, y el resultado es la suave parálisis de una narrativa para los
que se complacen en la contemplación del mundo a distancia
Aquí,
los personajes, entre matrimonios que no se consuman, hijos que no nacen y
conversaciones que no terminan, se instalan en el discurso de Carlos a manera
de piezas de algo más grande. Por eso los capítulos aparecen diseñados como
prótesis de la memoria cuyo material, un lenguaje sobrio caro a una apuesta
minimalista, rehabilita la exploración de la desidia. Así, un par de pantuflas
que descansan bajo un sofá y que son propiedad de una exprometida, una sesión
de fisting malograda, la imposibilidad y pereza para detener las
amenazas de una mujer histérica y un dolor de muelas que se apaga y enciende de
la misma dolorosa manera en que la memoria del narrador divaga hacen de Juárez
Whiskey un relato elegíaco de lo cotidiano, un inventario de lo
marchito.
César
Silva vuelve la mirada sobre lo que en Los cuervos (Tierra Adentro,
2006) y Una isla sin mar (Mondadori, 2009) ha tratado como su música de
fondo: Ciudad Juárez. A diferencia de las dos novelas anteriores, esta vez el
análisis del espacio y su transformación devienen en una retórica de la
nostalgia. Su recurso es la enunciación de los nombres que cambian, el signo
fantasma que gravita sobre letreros de establecimientos y calles. A partir de
aquí, el símil de la ciudad, en vez de fundarse sobre la metáfora del Paraíso
Perdido, nace de la muela cariada del narrador: “Yo y mi ciudad y mis edificios
derrumbados en forma de muela dolida. Mi propia zona cero. (…) Nos han sitiado.
Mis dientes dolidos significan humo, balazos y derrumbes; cuadros surrealistas,
leones rugiendo, langostas enormes comiéndose el horizonte y mujeres
transformándose en piedra; todas mis rocas en medio del desierto como un juego
de canicas inalcanzable, pintado por Salvador Dalí.”
En
esta novela la rúbrica estilística sigue la línea de un lirismo en deuda con
John Fante y Charles Bukowski; el primero, celebraba la nostalgia de la muerte
del padre con garrafas de vino, el segundo, concilió euforia y depresión con
innumerables boilermakers. De esa mezcla de Eros y Tanatos, César Silva
reinterpreta un lirismo amartillado de actitud estoica con un temperamento que
recuerda a aquellos narradores norteamericanos: “Uno planea y escribe sus
propósitos y en el mismo incendio del tiempo se achicharran y se vuelven
cenizas, mosquitos de ceniza subiendo en un remolino hasta perderse. Algunos
tienen la mejor suerte del mundo. Otros nos conformamos con un vaso de whisky.
Un puñetazo de alcohol en la sangre.” Además, que no se extrañe el lector que
encuentre la libertad de una prosa que en algún momento tiende a la analogía
entre los pollos rostizados y la mecánica automovilística, que narra la
influencia de Javier Solís en la música de Janis Joplin, que recupera un
capítulo de la vida de Mickey Rourke y que aún tiene energía para digerir más y
más de la cultura pop.
Imposible
no identificar a Juárez Whiskey como una muestra de la narrativa de
frontera: tanto la cultura de México como la de Estados Unidos aparecen en esta
novela a modo de escenario liminal. Por aquí está La Panamericana y el español
y, al mismo tiempo, la organización de El Paso y las trabas para cruzar el
Puente Internacional a raíz del 9/11. En consecuencia, los personajes viven
arraigados en una ciudad fronteriza que comprende cantinas, comida, música y el
umbral de dos lenguas que les da su identidad.
Hay
una parte de la novela donde Carlos narra cómo su amigo José Juan Aboytia lo
trata de iniciar en el bourbon y le ofrece un trago del mítico Juárez Whiskey.
Después de dar un sorbo, Carlos dice, simplemente, que prefiere el escocés. Es
difícil, pienso, no degustar ese bourbon que no producen desde que terminó la
prohibición en Estados Unidos, un auténtico producto de culto; lo mismo para Juárez
Whiskey, una novela que, por su singularidad, por los grados de alcohol que
destila cada página y por el agradable mareo que produce su lectura, parece
objeto de tráfico en el panorama de la literatura mexicana contemporánea.
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