Presentamos un adelanto de la nueva novela
del narrador y poeta juarense César Silva Márquez, que saldrá a la luz
estos días bajo el sello Almadía. El autor de Juárez Whiskey
no olvida la marca de la casa: personajes inusitados metidos en un
mundo convulso y violento, en una historia contada con prosa acerada y
precisa.
La balada de los arcos dorados
Cuando yo entré en su vida su vida ya había acabado,
ha tenido un principio, un desarrollo y un final. Esto
es el final.
Cormac McCarthy, No es país para viejos
ha tenido un principio, un desarrollo y un final. Esto
es el final.
Cormac McCarthy, No es país para viejos
Seamos claros en esto: en algún momento o en otro,
la mayoría de nosotros deberá luchar con sus
demonios personales.
Robert Simon, Los hombres malos hacen lo que los
hombres buenos sueñan
la mayoría de nosotros deberá luchar con sus
demonios personales.
Robert Simon, Los hombres malos hacen lo que los
hombres buenos sueñan
¡Tal vez ya prendieron el reflector para pedirte
[auxilio!
[…]
y allí están doblados tu traje de héroe y tus
[sentimientos de héroe,
listos para cuando entres en acción.
José Carlos Becerra, “Batman”
[auxilio!
[…]
y allí están doblados tu traje de héroe y tus
[sentimientos de héroe,
listos para cuando entres en acción.
José Carlos Becerra, “Batman”
Así comienza la película.
En primer plano aparece una fotografía donde
mi padre mira hacia la cámara, luego es la foto de mi madre en el
jardín de nuestra primera casa, en Infonavit, un jardín como un pequeño
parche verde y polvoso con un manzano torcido al centro, pronto le
sigue mi hermana de dos años huyendo de la lluvia, tratando de alcanzar
el zaguán. Al norte están los amplios cielos de Texas. Para mí, el sur
es un sueño diluido en bostezos cuyo nombre sólo aparecía en la
televisión los domingos por la mañana cuando veía el programa de
Chabelo. Lentamente surge mi mejor amigo en pantalones cortos jugando a
ser Supermán, con los brazos extendidos y los puños cerrados, cortando
el aire. Así llega el título de la película en letras grandes y un
fondo negro que por segundos oculta lo que sucede, como si el
espectador entrara en un túnel porque, a final de cuentas, para ver una
película hay que llegar al otro lado de lo que sea que tengas que
llegar, de la vida misma si se quiere. Y cuando el título se desvanece,
cuando llegamos al final del túnel, está el sonido crudo de los autos,
el rugido de los motores, el claxon histérico de una camioneta en la
distancia, una sirena abriéndose paso. Comienza la toma aérea de la
ciudad en medio del desierto oscuro, donde sus luces son como miles de
ojos de liebres cargados de luz. Alguien me ha puesto una pistola en la
nuca, alguien me dice que voy a morir, que así tiene que ser, que me
lo merezco, que si no sabía que en El Diario, donde trabajo, tienen oídos, así lo dijo, pendejo, qué no sabes que en El Diario
tenemos oídos. En ese momento mi vida es una película, y los héroes no
aparecen. Solo hay gente que camina por las calles destruidas del
centro, evadiendo los rincones más oscuros, mujeres que hablan por
teléfono sin percatarse de lo que pasa, gatos dormidos en terrazas y
perros a punto de ladrar. Cuando siento el cañón de la pistola en la
piel, pienso en todo lo que no he hecho en la vida, en cómo nunca he
estado en Zihuatanejo, por ejemplo, o cómo nunca me he lanzado en
paracaídas. Pienso en Rebeca. En las uñas de Rebeca, sus muñecas y
torso, en Rossana y su voz y piernas. Por un momento, en un solo
parpadeo largo, del cual creo que no volveré a abrir los ojos, pienso
en mi abuelo. Deseo un pase. Cuidándome de la coca tanto tiempo, para
morir aquí arrodillado. Sin duda, por más que hagas cambios en tu vida,
de una manera u otra, todo lo que has hecho se paga. Como si una
gitana te hubiera echado una maldición. Mi abuelo murió dos años antes
de que yo naciera, en San Luis Potosí. Lo único que tengo de él es el
recuerdo de una fotografía sobre el umbral de la puerta de la sala de
mi abuela. Luego ella murió y vendieron la casa. Y mientras siento la
muerte, por tercera vez en mi vida, pienso en el bigote mal recortado
de mi abuelo. La cocaína es mi kriptonita, pero se tiene que ser un
hombre de acero para no tener miedo a una bala que te partirá en dos la
cabeza. Lo había visto ya tantas veces en estos últimos días.
En una de mis primeras entrevistas cuando comencé a trabajar en El Diario,
le pregunté a un joven de veinticinco años porque había asesinado a
sus padres y hermana pequeña. Me dijo que ya no lo tomaban en cuenta y
que ahora por las noches veía a la niña muerta en la esquina del catre.
Después miró al suelo y me preguntó si yo veía a los muertos. Le dije
que no. Él se encogió de hombros y me pidió un cigarro que de inmediato
le negué. Tenía la nariz rota y un bigote de sangre seca porque los
custodios lo golpearon durante la noche, como una forma de bienvenida.
Ahora estoy aquí y un tipo me dice que me creo
mejor de lo que soy y vuelvo a sentir el cañón una, dos veces y la
gente pasa y los autos rugen.
Me llamo Luis, y un tipo presiona su pistola contra mi nuca.
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