Tuesday, February 17, 2009
Cafebrería S & L
No se hagan, compren libros, en Juárez, en la Cafebrería S & L.
Si no lo tienen, ellos lo encuentran. En la Zona Pronaf. Tel. 656-611-6541
Las cuatro estaciones
Stephen King, 1982
Rita Hayworth y la Redención de Shawshank
Supongo que en todas las prisiones federales y estatales de Estados Unidos hay gente como yo. Soy el tipo que lo consigue todo. Cigarrillos de encargo, una bolsita de yerba si es eso lo que te gusta, una botella de coñac para celebrar que tu hijo o hija han terminado el bachillerato, prácticamente cualquier cosa... bueno, dentro de lo razonable. No siempre fue así.
Cuando llegué a Shawshank tenía sólo veinte años, y soy una de las pocas personas de nuestra pequeña y feliz familia que no duda en cantar de plano lo que hizo. Cometí un homicidio. Le hice un buen seguro de vida a mi mujer, que me llevaba tres años, y luego preparé los frenos del cupé Chevrolet que su padre nos había ofrecido como regalo de boda. Y todo salió a pedir de boca, sólo que yo no había previsto que se parara a recoger a la mujer del vecino y al niño pequeño de la mujer del vecino de paso hacia Castle Hill y el pueblo. Los frenos fallaron, claro, y el coche irrumpió con estruendo entre los arbustos del linde del terreno comunal, a velocidad creciente. Los transeúntes declararon que debía ir a unos setenta y cinco o más cuando chocó con el pedestal del monumento de la guerra civil y se incendió.
Tampoco figuraba en mis planes que me atraparan, pero lo hicieron. […]
Cuando llegó a Shawshank en 1948, Andy tenía treinta años. Era un hombrecillo pulcro, bajito, de cabello pajizo y manos diestras. Usaba gafas de montura dorada. Llevaba siempre las uñas bien cortadas y limpias. Aunque resulte raro que eso sea lo que se recuerda de un hombre, a mí me parece que es lo que mejor resume a Andy. Tenía siempre aspecto de llevar corbata. En el mundo exterior, había sido vicepresidente del departamento de créditos de un importante banco de Portland. Excelente trabajo para un hombre tan joven como él, y más aún si consideramos lo conservadores que son la mayoría de los bancos... conservadurismo que habrá que multiplicar por diez en el caso de Nueva Inglaterra, donde la gente no confía a un individuo su dinero a menos que sea calvo, cojo y ande siempre tirándose de los pantalones para colocarse bien el braguero. Andy estaba en la cárcel por asesinar al amante de su esposa y a su esposa.
[…]
Claro que recuerdo el nombre. Zihuatanejo. Un nombre así es demasiado bello para olvidarlo.
Estoy nerviosísimo; tan nervioso que casi no puedo sostener el lápiz en mi mano temblorosa. Creo que es el nerviosismo que sólo un hombre libre puede sentir, un hombre libre que inicia un largo viaje cuyo final es incierto.
Tengo la esperanza de que Andy esté allá.
Tengo la esperanza de poder cruzar la frontera.
Tengo la esperanza de encontrar a mi amigo y estrecharle la mano.
Tengo la esperanza de que el Pacífico sea tan azul como en mis sueños.
Tengo esperanza.
La trilogía de Nueva York
Paul Auster, 1986
Fantasmas
En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño. Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es Nueva York, la época es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos los días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la puerta, y así es como empieza.
El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacia muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizá incluso más fácil que la mayoría.
Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de un caso matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la semana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura. Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul le pregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo sabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.
Para ser justos con Azul hay que decir que lo encuentra todo un poco raro. Pero afirmar que tiene recelos en ese momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le es imposible no advertir ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por ejemplo, y las cejas excesivamente pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, como si estuviera cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y no le resulta difícil notar ése. Después de todo, Castaño fue su maestro y en sus tiempos Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se ha equivocado, que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va más allá, porque Blanco sigue hablándole y Azul necesita concentrarse en seguir sus palabras.
Una cuestión personal
Kenzaburo Oé, 1964
Finalmente, el director se quitó la pipa de sus gruesos labios y, sosteniéndola con una mano regordeta, enfrentó de pronto la mirada firme de Bird y preguntó:
—¿Quiere ver la cosa antes? —La voz sonó excesivamente alta para las circunstancias.
—¿El bebé está muerto? —preguntó Bird.
Durante un segundo, el director lo miró con extrañeza, pero en seguida borró la expresión con una sonrisa ambigua.
—Claro que no —dijo—. De momento, tiene voz fuerte y movimientos vigorosos.
Bird escuchó el suspiro profundo y grave de su suegra, como queriendo insinuarle algo. Si no hubiera tenido la boca bajo la manga del kimono, el suspiro habría sonado tan grotesco como el de un borracho y atemorizado a todos los presentes. O la mujer estaba por completo agotada o, caso contrario, había querido indicarle cuan profundamente era la ciénaga de la calamidad en que él y su esposa estaban metidos. Una de dos.
—Pues bien, ¿quiere usted ver la cosa?
El doctor situado a la derecha del director se puso de pie. Era un hombre joven, alto y delgado, con un rostro de pómulos salientes y ojos que en cierta forma desequilibraban su simetría horizontal: un ojo era móvil y de mirar tímido; el otro, sereno e inmóvil. Bird, que también se había puesto de pie, se derrumbó en la silla al darse cuenta que un ojo era de vidrio.
—¿Podría informarme antes, por favor? —dijo Bird con voz cada vez más atemorizada. En su mente, las palabras del director le inspiraban repulsión: «¡la cosa!».
—Quizá tenga usted razón. Cuando se lo ve por primera vez, resulta chocante. Yo mismo me sorprendí cuando salió.
Inesperadamente, los gruesos párpados del director enrojecieron y prorrumpió en una risita infantil. Bird había intuido algo peligroso bajo la piel peluda, y ahora supo que era esa risita que, antes de manifestarse, se revelaba como una sonrisa vaga.
[…]
—¿Qué es lo que resulta tan sorprendente?
—¿Se refiere a la apariencia, al aspecto que tiene? Pues, verá usted..., parece que tuviera dos cabezas. ¿Conoce la obra de Josef Wagner Bajo la doble águila?... De todos modos, impresiona.
El director estuvo a punto de comenzar otra vez con su risita, pero se contuvo justo a tiempo.
—Entonces ¿es algo así como los siameses? —preguntó Bird con timidez.
—En absoluto. Tan sólo parece que tuviera dos cabezas... ¿Quiere verle ahora?
—Pero, en términos médicos... —titubeó Bird.
—Lo llamamos hernia cerebral. El cerebro asoma por una abertura en el cráneo. Fundé este hospital cuando me casé y desde entonces nunca había visto un caso semejante. Es sumamente raro.
Puedo asegurarle que me ha sorprendido.
Wednesday, February 11, 2009
Diario, una novela
Chuck Palahniuk, 2003
En historia del arte te enseñan que el papa Pío V le pidió a el Greco que pintara encima de unas figuras desnudas que Miguel Ángel había pintado en el techo de la capilla Sixtina. El Greco aceptó, pero solamente si podía repintar el techo entero. Te enseñan que El Greco es famoso debido a su astigmatismo. Por eso distorsionaba los cuerpos, porque no veía bien: alargaba los brazos y las piernas de la gente y se hizo famoso por el efecto dramático resultante.
Fuera, una chica de la facultad de bellas artes pasó andando por la acera. Una chica cuya última obra había sido rellenar un oso de peluche de mierda de perro. Trabajaba con las manos enfundadas en unos guantes de goma tan gruesos que casi no podía doblar los dedos. […] Con los guantes de goma embadurnados de mierda marrón apenas podía sostener la aguja y el hilo de suturar rojo.
[…]
Otro chico de la clase de Misty se estaba masturbando e intentaba llenar de semen una hucha en forma de cerdito antes de fin de año. Vivía de los dividendos de un fondo fiduciario. Otra chica bebía témperas al huevo de colores distintos y luego jarabe de ipecacuana que le hacía vomitar su obra maestra. Iba a clase en un ciclomotor italiano que había costado más que la caravana donde creció Misty.
Monday, February 9, 2009
Tannöd, el lugar del crimen
Andrea Maria Schenkel, 2005
El primer verano tras el fin de la guerra lo pasé con unos parientes lejanos, en el campo.
Durante aquellas semanas, el pueblo me pareció un remanso de paz, uno de los últimos intactos tras la tormenta a la que acabábamos de sobrevivir.
Años más tarde, cuando la vida había vuelto ya a su cause y aquel verano no era más que un recuerdo feliz, me tropecé con el nombre del pueblo en el periódico.
Mi pueblo se había convertido en el caserón de la muerte y yo no lograba sacarme lo sucedido de la cabeza.
Viajé al pueblo con una mezcla de sentimientos, pero todas las personas que encontré quisieron hablar del crimen conmigo. Querían hablar con alguien extraño y, sin embargo, de confianza. Alguien que no iba a quedarse, que les escucharía y volvería a marcharse.
[…]
—¿Por qué decide uno matar a todos? ¿Por qué matas lo que más amas, Anna? La verdad es que sólo se puede matar a quienes amas.
»¿Tú sabes lo que pasa por la cabeza de las personas, Anna? ¿Lo sabes? ¿Eres capaz de ver dentro de sus cabezas, de sus corazones? He vivido enclaustrado, confinado toda mi vida.
»Y de pronto se le abre a uno un nuevo mundo, una nueva vida, ¿Sabes tú que es eso?
»Te lo digo, cada uno de nosotros pasa toda la vida solo. Está solo al nacer y muere solo. Y, entre una cosa y la otra, he vivido aprisionado en este cuerpo, aprisionado en mi deseo…
Friday, February 6, 2009
Jardines de Kensington
Rodrigo Fresán, 2003
Yo estoy vivo y ahora más viejo de lo que mis padres jamás fueron. No tan viejo como para ser el padre de mis padres, pero sí un hermano mayor. O uno de esos tíos jóvenes. El tipo de hermano o tío que aparece y desaparece, que lo ves y no lo ves, en los bordes más lejanos de una reunión familiar. Aquel acerca de quien nadie se pregunta por qué no vino, que todos se sorprendan cuando viene. Ese pariente —en realidad no es estrictamente obligatorio que sea un pariente verdadero— del que nadie sabe del todo bien a qué se dedica y…
[…]
Todo esto pareció alegrar a mi padre porque, súbitamente The Beatles eran como él. Su felicidad fue tan intensa y breve. Duró lo que dura un álbum y, cerca del final, pensándose vencedor, mi padre recibió, a quemarropa, el tiro de gracia. Esa última y perfecta canción sobre un presente donde comulga todo: lo que pasó y lo que vendría. Y mi padre y la derrota de mi padre. Y cuando comenzó «A day in the life» vi en sus ojos —más oídos que ojos en ese momento— que no sólo era consiente de la inmensidad del triunfo de John Lennon y Paul McCartney, sino, también, de la pequeñez de su fracaso.
Thursday, February 5, 2009
Pulp
Charles Bukowski, 1986
Yo estaba sentado en mi oficina, mi contrato de alquiler había vencido y McKelvey estaba empezando los trámites para desahuciarme. Aquel día hacía un calor del demonio y el aire acondicionado se había roto. Una mosca se paseaba lentamente por encima de mi escritorio. Extendí el brazo con la palma de la mano abierta y la puse fuera de juego. Me estaba frotando la mano con la pernera derecha del pantalón cuando sonó el teléfono. Lo cogí.
—¿Sí? —dije.
—¿Ha leído usted a Céline? —preguntó una voz femenina. La voz era bastante sexy y yo llevaba mucho tiempo solo. Décadas.
—¿Céline? —dije—. Ummm...
—Quiero a Céline —dijo ella—. Tengo que conseguirlo. Aquella voz tan sexy me estaba poniendo realmente cachondo.
—¿Céline? —dije—. Déme alguna información. Hábleme, señora, siga hablando...
—Súbase la cremallera —me contestó.
Miré hacia abajo.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.
—Da igual. Lo que quiero es a Céline.
—Céline está muerto.
—No lo está. Quiero que le encuentre. Quiero tenerlo.
—Puedo encontrar sus huesos.
—No, estúpido, ¡está vivo!
—¿Dónde?
—En Hollywood. He oído que se ha pasado varias veces por la librería de Red Koldowsky.
—Entonces, ¿por qué no va a buscarle usted?
—Porque antes quiero saber si es el auténtico Céline. Tengo que estar segura, absolutamente segura.
—Pero ¿por qué ha recurrido a mí? Hay cientos de detectives en esta ciudad.
—John Barton le ha recomendado a usted.
—Ah, Barton, sí. Bueno, escuche, tendrá que darme algún adelanto y tendré que verla a usted en persona.
—Estaré ahí dentro de unos minutos —dijo. Ella colgó, yo me subí la cremallera. Y esperé.
Los subterráneos
Jack Kerouac, 1958
Julien Alexander es el ángel de los subterráneos; «subterráneo» es un nombre inventado por Adam Moorad, poeta y amigo mío, que dijo: «Son hipsters sin ser insoportables, son inteligentes sin ser convencionales, son intelectuales como el demonio y saben lo que se puede saber sobre Pound sin ser pretenciosos ni hablar demasiado de lo que saben, son muy tranquilos, son unos Cristos.»
[…]
Cuando tenía catorce o trece años tal vez jugaba al hookey en el colegio, en Oakland, y tomaba el ferriboat para llegarse a la calle Market y pasarse el día entero en un cine, paseándose luego por las calles, perseguida por imaginaciones alucinadas, mirando a todos a los ojos; una negrita que vagaba por la avenida tumultuosa entre borrachos, gente de mal vivir, judíos, vigilantes, recoge papeles, la loca confusión de esas calles, la multitud; mirando, observándolo todo, la gente demente de sexualidad, y todo eso bajo la lluvia gris de sus días de hookey, pobre Mardou: «Solía tener alucinaciones sexuales de las más raras, no de actos sexuales con la gente, sino situaciones extrañas, me pasaba el día tratando de comprenderlas, mientras vagabundeaba, y mis orgasmos, los pocos que he conocido, ya que nunca me masturbaba ni sabía cómo hacerlo, me venían solamente cuando soñaba que mi padre o alguien me abandonaba, huía de mí, y me despertaba de pronto con una curiosa convulsión, toda mojada entre los muslos, y lo mismo me ocurría en la calle Market, sólo que era diferente; eran sueños de ansiedad, tejidos sobre el cañamazo de las películas que veía.» Y yo pensaba: «¡Oh, pistolero de la pantalla gris, cocktail, día de lluvia, arma rugiente, inmortalidad espectral, película apta para menores, loca América negra en la niebla, qué mundo más loco!» Y en voz alta, «Tesoro, me hubiera gustado tanto verte paseando así por la calle Market, apuesto a que te vi, estoy seguro, tú tenías trece años y yo veintidós, en 1944, sí, estoy seguro de haberte visto, yo era marinero, estaba siempre en esos lugares, conocía a todos los grupos que frecuentaban los bares...» Y en su carta me decía:
...reviviendo y remodelando tantas cosas viejas...
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