Tuesday, November 18, 2008
Sputnik, mi amor
El barbero ya no hace agujeros.
Después del sueño tomé una determinación crucial. Por fin la punta de mi —a su manera— diligente pico ha empezado a golpear sobre roca sólida. ¡Crac! Le mostraré a Myû con claridad cuáles son mis deseos. No puedo continuar así, colgada toda la vida. No puedo ser como un tímido barbero que abre un agujero en el patio trasero de su casa y se asoma a su interior para confesar en secreto: «¡Amo a Myû!». Si esta situación se prolonga, yo me iré perdiendo poco a poco. Todos los amaneceres y todos los atardeceres irán arrancándome un pedazo tras otro. Dentro de poco, mi existencia se habrá diluido en la corriente y yo me habré convertido en «nada».
Las cosas son tan claras como el cristal de cuarzo. El cristal. El cristal.
Quiero abrazar a Myû, quiero que ella me abrace. Yo ya he entregado todo cuanto me importaba. Yo no quiero darles nada más. Aún no es demasiado tarde. Debo hacer el amor con Myû. Penetrar en su interior. Como dos voraces y aterciopeladas serpientes.
¿Y qué haré si Myû no me acepta?
En ese caso, tendré que aceptar las cosas como vengan.
—Es que, cuando te disparan, sangras.
Debe correr la sangre. Debo afilar mi cuchillo y degollar un perro en alguna parte.
¿Verdad que sí?
Pues sí.
Estas líneas son un mensaje que me mando a mí misma. Parecen un bumerán. Cuando lo arrojo, rasga las tinieblas en la lejanía, asusta la pequeña alma de algún desdichado canguro y, pronto, vuelve a mi mano. Pero el bumerán que retorna no es el mismo bumerán que yo he arrojado. Lo sé. Bumerán, bumerán.
Tuesday, November 11, 2008
El corazón es mentiroso
J. T. Leroy (Laura Albert), 2001
—¿Qué? Diablos, no, no… —Da un golpe al volante—. ¿Te acuerdas de la llamada, el teléfono, hace unas horas? —Muevo la cabeza sin parar, diciendo que sí—. Bueno, pues me dijeron que todos están muertos. Tus padres adoptivos… muertos como troncos. —Vuelve a acariciarme el pelo—. Se los cargó la poli… por tu culpa… Por eso tuvimos que salir huyendo. De manera que lo mejor es que no hables con la policía ni con los asistentes sociales, con nadie… o nos matarán. Nos cortarán en pedazos… —Mueve la mano como si troceara algo.
Me rodeo con mis propios brazos. Me estoy pelando, ya falta poco para que la piel se me caia toda. Me araño el cuerpo para ayudar a que salte toda la piel escamada.
—¿Qué estás haciendo?
Grito por encima del zumbido que me bulle en la cabeza.
—¡Me estoy excavando! —Y observo cómo los dardos limpios y fríos del sol me desgarran la carne.
Monday, November 10, 2008
Nocturno Hindú
El complot mongol
—Trátelo con su abogado.
—That crummy bastard! Mejor ven a la noche, a las nueve, y te lo explico todo. Me voy a arreglar y tendremos un party. ¿Te gusta un party con una muchacha americana, verdad lover?
García cerró lo puerta. ¡Pinche gringa más aguada. Y todavía apesta al aguardiente que se tomó anoche. Casi prefiero acostarme con el licenciado, ¿Conque el chino Wang andaba repartiendo la fierrada? Fregados chales estos. Ora sí que les cayó tierra. Y estos de China Comunista han de andar medio atrasados en al intriga internacional. ¡Vaya pendejadas que andan haciendo! Por eso creo que aquí hay gato encerrado. ¡Pinche gato! Conque mucha Mongolia Exterior para salir con esta tarugada. Y por allí andan otros muchos billetes de a cincuenta dolares cada uno, de a cincuenta dolores verdes. Le podría comprar a Martita un abrigo de pieles. Y sigo haciéndole al maje. Pero lo que es esta noche me cumple o me cumple. Con lo buena que está.
—Lo espero aquí en la sala.
—No sé a qué horas vuelva. Acuéstese y mañana hablaremos.
Fue a la recámara tomó su sombrero y volvió a la sala. Marta lo abrazó y lo besó en la boca. El beso fue más largo. ¡Ora sí que me creció! Yo haciéndole al maje, al muy paternal, hasta que ella tuvo que decírmelo. Como maricón. ¡Ay, no me diga eso que me pongo colorado! ¡Maricón, pinche maricón! Si me tiene bien chiveado. Y los rusos oyéndolo todo. Y yo de muy paternal y ella con ganas de entrarle. ¡Y el pinche del Valle! Cuando ya se me estaba haciendo. ¡Y luego que nunca se me ha hecho con una china! Y luego que me trae medio jodido, no como las otras. Capaz y todas las chinas son así. O capaz que ando fuera de mi manada. ¡El gringo, el ruso y Martita! Todos de otra manada. Muy profesionales, de mucha Mongolia exterior y de a mucha intriga internacional. Y yo que no soy más que industrial, fabricante de muertos pinches. Y Martita. ¡Jíjole! Ora sé que hasta los de huareche me taconean. Y yo sin agarrar la onda. Como que ya no entiendo nada de lo que pasa. Me lo tienen que decir todo bien clarito. ¡Entrele viejo pendejo, no se ande con puras palabritas! Pero luego tanto amor de Martita, como que huele a gato encerrado. ¡Pinche Martita! Me hace hacer cada pendejada...
Wednesday, November 5, 2008
Soldados de Salamina
Durante los días que siguieron telefoneé al Miralles que vivía en Dijon (Laurent se llamaba) y a los cuatro restantes, que resultaron llamarse Laura, Danielle, Jean-Marie y Bienvenido. Dos de ellos (Laurent y Danielle) eran hermanos, y todos excepto Jean-Marie hablaban correctamente el castellano (o lo chapurreaban), porque procedían de familias de origen español, pero ninguno tenía el menor parentesco con Miralles y ninguno había oído hablar nunca de él.
No me rendí. Quizá llevado por la ciega seguridad que me había inculcado Conchi, telefoneé a Bolaño. Le puse al corriente de mis pesquisas, le pregunté si se le ocurría alguna otra pista por donde seguir buscando. No se le ocurría ninguna.
—Tendrás que inventártela —dijo. —¿Qué cosa?
—La entrevista con Miralles. Es la única forma de que puedas terminar la novela.
Fue en aquel momento cuándo recordé el relato de mi primer libro que Bolaño me había recordado en nuestra primera entrevista, en el cual un hombre induce a otro a cometer un crimen para poder terminar su novela, y creí entender dos cosas. La primera me asombró; la segunda no. La primera es que me importaba mucho menos terminar el libro que poder hablar con Miralles; la segunda es que, contra lo que Bolaño había creído hasta entonces (contra lo que yo había creído cuando escribí mi primer libro), yo no era un escritor de verdad, porque de haberlo sido me hubiera importado mucho menos poder hablar con Miralles que terminar el libro. Renunciando a recordarle de nuevo a Bolaño que mi libro no quería ser una novela, sino un relato real, y que inventarme la entrevista con Miralles equivalía a traicionar su naturaleza, suspiré:
—Ya.
La respuesta era lacónica, no afirmativa; no lo entendió así Bolaño.
—Es la única forma —repitió, seguro de haberme convencido—. Además, es la mejor.
La trilogía de Nueva York
Paul Auster, 1985
Ciudad de Cristal
Todo comenzó por un número equivocado [...] Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo escencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más [...] Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.
—¿Oiga? —dijo la voz.
—¿Quién es? —preguntó Quinn.
—¿Oiga? —repitió la voz.
—Le estoy escuchando —dijo Quinn—. ¿Quién es?
—¿Es usted Paul Auster? —preguntó la voz—. Quisiera hablar con Paul Auster.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
—Paul Auster. De la agencia de Detectives Auster.
—Lo siento —dijo Quinn. Debe haberse equivocado de número.
—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo la voz.
—Yo no puedo hacer nada por usted —contestó Quinn—. Aquí no hay ningún Paul Auster.
—Usted no lo entiende —dijo la voz—. El tiempo se acaba.
—Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.
Desayuno en Tiffany's
Todo esto pasó, naturalmente, hace un montón de tiempo, y, hasta la semana pasada, hacía años que no veía a Joe Bell. Alguna que otra vez nos habíamos puesto en contacto, y en ocasiones me había dejado caer por su bar cuando pasaba por el barrio; pero nunca habíamos sido en realidad grandes amigos, excepto en el sentido de que ambos éramos amigos de Holly Golightly. Joe Bell no tiene un carácter precisamente afable, tal como él mismo reconoce, aunque dice que es por culpa de su soltería y de las malas pasadas que le gasta su estómago. Todos los que le conocen bien saben que no es fácil conversar con él. Y que resulta hasta imposible si no tienes sus mismas obsesiones, entre las cuales se cuenta Holly. De las otras mencionaré el hockey sobre hielo, los perros de raza Weimaraner, Our Gal Sunday (un serial radiofónico de baja estofa que lleva oyendo desde hace quince años), y Gilbert y Sullivan: afirma estar emparentado con uno de los dos, no recuerdo cuál.
En el camino
[...]
De repente, me encontré en Times Square. Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square; y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido: cogiendo, arrebatando; dando, suspirando, muriendo sólo para ser enterrados en esos horribles cementerios de más allá de Long Island. Las elevadas torres del país, el otro extremo del país, el lugar donde nace la América de Papel. Me detuve a la entrada del metro reuniendo valor para coger la hermosísima colilla que veía en el suelo, y cada vez que me agachaba la multitud pasaba apresurada y la apartada de mi vista, hasta que por fin la vi aplastada y desecha. No tenía dinero para ir a casa en autobús. Paterson está a unos cuantos kilómetros de Times Square. ¿Podía imaginarme caminando esos últimos kilómetros por el túnel de Lincoln o sobre el puente de Washington hasta Nueva Jersey? Estaba anocheciendo. ¿Dónde estaría Hassel? Anduve por la plaza buscándole; no lo encontré, estaba en la isla de Riker, entre rejas. ¿Y Dean? ¿Y los demás? ¿Y la vida misma? Tenía una casa donde ir, un sitio donde reposar la cabeza y calcular las pérdidas y calcular las ganancias, pues sabía que había de todo. Necesitaba pedir unas monedas para el autobús. Por fin, me atreví a abordar a un sacerdote griego que estaba parado en una esquina. Me dio veinticinco centavos mirando nerviosamente a otro lado. Corrí inmediatamente al autobús.
[...]
Así, en esta América, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastísimos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitándose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allí, y toda la gente que sueña en esa inmensidad, y sé que en Iowa ahora deben estar llorando los niños en la tierra donde se deja a los niños llorar, y esta noche saldrán las estrellas (¿no sabéis que Dios es el osito Pooh?), y la estrella de la tarde dedicará sus mejores destellos a la pradera justo antes de que sea totalmente de noche, esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los ríos, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sí, pienso en Dean Moriarty.