Haruki Murakami, 1982
La llovizna seguía cayendo sin interrupción al día siguiente, a las cinco de la tarde. Era esa típica lluvia de comienzos del verano que sigue a cuatro o cinco días de sol y nos recuerda que la estación lluviosa aún no ha acabado del todo. Desde las ventanas del octavo piso sólo se veían las calles empapadas hasta el último rincón. Y la autopista, construida sobre pilastras, mostraba a lo largo de varios kilómetros un embotellamiento de coches que desde el oeste se dirigían hacia el este. Si mirabas aquel panorama fijamente, parecía que todo se fuera diluyendo poco a poco en medio de la lluvia. En realidad, todas y cada una de las cosas de la ciudad se estaban diluyendo. Se diluía el malecón del muelle, se diluían las grúas, se diluían las líneas de edificios y, bajo los negros paraguas, se diluían las personas. Incluso el verde los montes se diluía y resbalaba silenciosamente hasta el pie de la montaña. No obstante, si durante unos segundos cerrabas los ojos, al volverlos a abrir la ciudad había recobrado su ser original. Seis grúas se erguían frente a un cielo oscuro de lluvia, la tropel de paraguas atravesaba las calles, el verde de los montes absorbía a placer la copiosa lluvia de junio.
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