Tuesday, October 28, 2008

La caza del carnero salvaje


Haruki Murakami, 1982


La llovizna seguía cayendo sin interrupción al día siguiente, a las cinco de la tarde. Era esa típica lluvia de comienzos del verano que sigue a cuatro o cinco días de sol y nos recuerda que la estación lluviosa aún no ha acabado del todo. Desde las ventanas del octavo piso sólo se veían las calles empapadas hasta el último rincón. Y la autopista, construida sobre pilastras, mostraba a lo largo de varios kilómetros un embotellamiento de coches que desde el oeste se dirigían hacia el este. Si mirabas aquel panorama fijamente, parecía que todo se fuera diluyendo poco a poco en medio de la lluvia. En realidad, todas y cada una de las cosas de la ciudad se estaban diluyendo. Se diluía el malecón del muelle, se diluían las grúas, se diluían las líneas de edificios y, bajo los negros paraguas, se diluían las personas. Incluso el verde los montes se diluía y resbalaba silenciosamente hasta el pie de la montaña. No obstante, si durante unos segundos cerrabas los ojos, al volverlos a abrir la ciudad había recobrado su ser original. Seis grúas se erguían frente a un cielo oscuro de lluvia, la tropel de paraguas atravesaba las calles, el verde de los montes absorbía a placer la copiosa lluvia de junio.

Wednesday, October 22, 2008

La tormenta de hielo

Rick Moody, 1994


Y en aquel primer momento de reposo, recordó el número 141 de Los cuatro Fantásticos. Para él, como un oasis en el desierto. Pervertidos y perdedores y mutantes y gente sin amor, los semejantes a Paul Hood, eran los lectores adecuados de los tebeos de la Marvel.

Recapitulemos: en el número 140, Annihilus estaba muy ocupado tratando de controlar el mundo. No. Eso era lo que pasaba en la zona negativa, ese universo al lado del nuestro, donde las leyes de la naturaleza estaban ligeramente modificadas […]

La mayor parte del número, sin embargo, sólo era un resumen. Annihilus narraba con detalle sus orígenes a Wyatt Wingfoot. Era el tipo de número cuya finalidad sólo consistía en asegurarse de que Paul Hood compraría el siguiente. Que Paul compraría el número 141[…]

Cuando Paul llegó a las viñetas de la mitad de debajo de la página treinta y uno, fue como si todo el día, incluso todas las vacaciones, llevaran a un solo momento […]

Conque Reed activaba a su hijo. En su prisa y confusión, utilizaba en su propio hijo un arma todavía sin probar con toda la fuerza ionizada de las partículas antimateria. El brillo alienígena de los ojos de Franklin se apagaba, terminando el peligro de momento, apagando en él la antigua masa del Big Bang. Pero con eso desaparecía la vida de los ojos de Franklin, el parpadeo de su alegre conocimiento y búsqueda. Que era reemplazado por la oscuridad.

«¿Qué has hecho Reed? Has convertido en vegetal a tu propio hijo. ¡A tu propio hijo!...»

La última viñeta los presentaba a todos —Sue, con Franklin en los brazos como una marioneta sin vida, Wyatt Wingfoot, Johnny Tornado, Medusa y Ben— apartándose de Reed. Un Reed destrozado, sin saber qué decir ante la enormidad de lo que había hecho. El final de Los Cuatro Fantásticos. El final. Hasta el mes que viene.

Monday, October 13, 2008

Vidas de santos

Rodrigo Fresán, 2005

[...]
Max le aprieta la mano como si quisiera hacer zumo de mano; un vaso de zumo de mano de Alejo; como si todas las manos de este mundo hubieran nacido con el sólo propósito de ser exprimidas por Max.

[...]
—Abrí, es tu personaje favorito —me dice.
Alejo entra como si saliera. Se derrumba sobre el sillón. Hunde las manos en sus bolsillos como si quisiera desaparecer dentro de su chaqueta, ser tragado por sí mismo.
—Hoy estuve con Nina. —Sonríe mal. La sonrisa le sale al revés, le sale con las puntas para abajo.

[...]
Me vi iluminado como un puente en día de fiesta. Sólo que no había agua bajo mi cuerpo. Apenas arena y viento y un sonido nuevo y primordial al mismo tiempo, el sonido con el que todo había comenzado.
Vi tantas cosas.
Vi la foto del rostro de Dios. La foto de un objeto celeste diez millones de veces más grande que el sol. La foto de la aureola de Dios paseándose por el espacio con la misma indolente confianza con que otros pasean a su perro. Un círculo de oscuridad tan perfecto y tan solitario como sólo Dios puede serlo.
Vi entonces que Dios está solo ahí arriba y en todas partes, supe que Dios era un lugar de tal densidad que ni la luz podía penetrarlo.
Vi el momento exacto en que el agujero negro de Dios devoraba una galaxia por el simple placer de hacerlo. Dios alimentándose de estrellas muertas y corrigiendo los bordes del mapa de su creación en constante crecimiento.