Roberto Romero me invitó a participar en la sección llamada "La música que soy" (p. 62) de la revista Acidconga. Número 25, mayo 2014. Esto fue lo que dije
Canciones
para un soundtrack interminable
De niño pensaba
formar un grupo estilo Parchis con algunos vecinos. Ellos fueron mis ídolos de
infancia y por algún tiempo coleccioné sus cómics (aún tengo uno de los
primeros números guardado por ahí) y estuve enamorado de Yolanda, que tantos
años después me enteré de que vive en México.
Recuerdo muy bien una mañana de sexto de
primaria en la cual, en medio de un concurso y con el director de la escuela
como jurado, canté “Pedro Navaja” con un compañero. Aunque mi pareja se rajó a
los pocos minutos, al director le gustó mi interpretación y pasé a la siguiente
ronda. El concurso, según nos dijeron después los maestros, era para participar
en el programa Juguemos a cantar. De
la primera fase no pasé; mi voz nunca ha sido afinada.
En mi adolescencia
conocí a Soda Stereo y Caifanes y The Doors y la vida entonces no fue la misma;
siguieron Pink Floyd y Led Zepellin, y junto con ellos las estaciones de radio
de El Paso, Texas, como la KLAQ, 95.5, y The Fox, 92.3, y NPR, estación pública
que por las mañanas toca jazz. Luego fueron las cantinas y Los Panchos seguidos
de Pérez Prado y María Victoria y Simon and Garfunkel.
A los 16 años, en el
taller de literatura del INBA de Ciudad Juárez ¾al cual ingresé con la convicción de escribir canciones de
rock estilo Soda Stereo y Caifanes¾
conocí a Edgar Rincón Luna y meses después, junto con un amigo llamado Jorge
Chávez Ramírez, formamos un grupo llamado, entre otros nombres, 50% de
descuento. Desafortunadamente nunca despegó nuestra carrera musical.
Mi primer poemario, Abcdario (Tierra Adentro, 2000 y 2006),
se publicó cuando cumplí los 26 años. En el 2005 publiqué Si fueras en mi sangre un baile de botellas (ESN-Nod, 2005) y ese
fue otro intento de retomar de alguna manera la música. A mi gusto, el poemario
es un doble LP, y hasta un poema de Jazz está incluido.
Entonces vino la
narrativa y la obsesión de la música se hizo más clara en mi trabajo. Pasé mi
infancia escuchando a Javier Solís y Cuco Sánchez entre otros. Recuerdo los
viajes que hacía junto con mis padres y hermana desde Ciudad Juárez a San Luis
Potosí cada verano, la música que nos acompañaba mientras dormitaba en medio de
esa nada inmensa que era la Panamericana. En cierto momento del recorrido,
cuando Marco Antonio Muñiz cantaba “Adelante”, la carretera y sus páramos
oscuros de un lado y otro se hacían menos tediosos. Janis Joplin y Astrud
Gilberto aparecen en Una isla sin mar
(Mondadori 2009); en Juárez Whiskey
(Almadía, 2013) hablo de Javier Solis y retomo a Janis.
Ahora, por un amigo
obsesionado con la música que se hace en el mundo conozco grupos y cantantes
muy diversos. Pero a mí me gusta el rock más que otro género. Tuve mi tiempo
para escuchar a Beethoven y Mozart y Chopin, me encantan Revueltas y
Stravinsky, lo que me llena es la música oscura y extraña, algunos discos que
tiene Kronos Quartet como Black Angels
por mencionar alguno, pero la versatilidad del rock es lo mío. Digamos que
escucho algunas canciones de grupos nuevos como Bon Iver o Fleet Foxes o Swan o
Apparat, y regreso de pronto a Procol Harum y Porcupine Tree. A veces escucho a
Bohren and der Club of Gore y su disco Sunset
Mission. Y todos estos grupos me han ayudado a escribir cuentos y capítulos
de novelas y algún que otro poema.
Cuando viajo cargo mi
celular con 100 canciones que son alrededor de siete horas de música y de
alguna manera es parte del Soundtrack de mi vida y me pregunto quién no tiene al
menos parte del Soundtrack de su vida resuelto, quizá la última canción o
canciones que corran junto con los créditos de la película cuando se dé el
último suspiro y la pantalla se vuelva negra y los nombres de todos los que nos
acompañaron avancen desde los nombres de los padres y los primeros amigos, las
novias y las amantes y los maestros y el vecino de la esquina y el doctor que
te operó las anginas y los que en alguna riña te rompieron la nariz y te
mandaron al hospital y el crew de sonido y el de catering y la unidad de
primeros auxilios, todos sus nombres en una interminable hilera con la música
que los acompaña hasta dar con el símbolo de Copyright, el año y la palabra
Technicolor encerrada en un cuadrado blanco.
Si me preguntaran las
canciones, álbumes y obras musicales que hasta el día de hoy considero imprescindibles
en mi vida, aparte de los ya mencionados, agrego El Requiem de Mozart y los Nocturnos de Chopin, y esto me recuerda
una plática que tuve con un gran amigo muy borracho y filósofo. En una fiesta,
alrededor de la medianoche, comenzamos a platicar sobre el compositor polaco y,
en un vaivén sobre cuáles de sus piezas nos gustaban, le dije que si pudiéramos
comparar cortes de carne con los compositores Chopin sería un Rib Eye mientras
que Beethoven un New York. Mi amigo sonrió y coincidió conmigo. Quizá también Chopin
sería un perfume para mujer y Beethoven una loción para hombre, agregué y mi
amigo bebió de su vodka, miró al cielo nublado y dijo “tienes razón, tienes
razón”. Y entonces brindamos. Sólo
faltaba saber qué corte de carne sería Mozart.
No comments:
Post a Comment