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En Una isla sin mar (2009) César Silva Márquez se conduce de otra manera. No es que rehuya el contacto, es que prefiere estudiarlo. Su Ciudad Juárez tiene la consistencia de un pueblo fantasma. No escuchamos un solo disparo, no llegan hasta nosotros los gritos de las víctimas ni los verdugos. Y, sin embargo, sabemos que una amenaza está ahí, aunque no sea nombrada. La rutina de Martín Rodríguez Miranda consiste en permanecer encerrado en su departamento mientras sus amigos y conocidos abandonan esa Juárez cada noche más solitaria. Introspectiva, melancólica, Una isla sin mar acomete la difícil tarea de transformar lo evidente en un juego de transparentes sugerencias.
Pues así va el asunto.