Sunday, May 25, 2014

Joyland

Stephen King, 2013



Cogí el carrete, sintiendo el tirón de la cometa que, ahora viva, se elevaba sobre nosotros, cabeceando de un lado a otro en el azul del cielo. Annie recogió la urna y descendió con ella la pendiente arenosa. Supongo que la vació al borde del océano, pero yo observaba la cometa, y en el momento en que vi una fina serpentina gris de ceniza que escapaba de ella, transportada por la brisa, dejé ir la cuerda. Observé cómo la cometa liberada subía, y subía. Mike habría querido ver qué altura alcanzaría antes de desaparecer, y yo también.
Yo también quería verlo.

Nota: Joyland al igual que otros libros de King, como Colorado Kid y Corazones en la Atlántida, está lejos de ser una novela de terror, aunque esta tiene algunas salpicaduras de fantasma y clarividentes. Devin Jones nos relata el 1973 que vivió en Carolina del Norte, mientras trabajaba en una feria. Casi una novela de detectives, Joyland la considero más drama que otra cosa. La vida de este muchacho de 21 años que ese años específico hizo y pasó de todo. Recomendable, of course.

Colorado Kid

Stephen King, 2005



Lo que más le gustaba a Stephanie del Weekly Islander, lo que la embelesaba aun después de pasar tres meses dedicada de forma casi exclusiva a redactar anuncios, era que en las tardes despejadas, bastaba con alejarse seis pasos de la mesa para disfrutar de una panorámica espectacular de la costa de Maine. Bastaba con salir al porche sombreado que daba al canal y ocupaba toda la longitud del edificio con aspecto de granero que albergaba la redacción del Islander.

Nota: una novela extraña, donde indagar más significa tan solo descubrir más misterios del pobre Colorado Kid. Recomendable, tan solo por el mismo hecho de leer al King lejano del terror, fantasmas y poseídos.

Monday, May 19, 2014

parte de mi vida musical :(



Roberto Romero me invitó a participar en la sección llamada "La música que soy" (p. 62) de la revista Acidconga. Número 25, mayo 2014. Esto fue lo que dije

Canciones para un soundtrack interminable
 Alguna vez me preguntaron si podría vivir sin música y mi respuesta fue un lacónico no. La música es parte de mi vida. Un ejemplo: por Rodrigo, mi hijo, aún escucho las canciones de Cri crí y, como hace tantos años, me conmueve “La muñeca fea”.  Y sólo menciono un ejemplo porque, para empezar, antes de ser escritor, me veía como músico.
De niño pensaba formar un grupo estilo Parchis con algunos vecinos. Ellos fueron mis ídolos de infancia y por algún tiempo coleccioné sus cómics (aún tengo uno de los primeros números guardado por ahí) y estuve enamorado de Yolanda, que tantos años después me enteré de que vive en México.
 Recuerdo muy bien una mañana de sexto de primaria en la cual, en medio de un concurso y con el director de la escuela como jurado, canté “Pedro Navaja” con un compañero. Aunque mi pareja se rajó a los pocos minutos, al director le gustó mi interpretación y pasé a la siguiente ronda. El concurso, según nos dijeron después los maestros, era para participar en el programa Juguemos a cantar. De la primera fase no pasé; mi voz nunca ha sido afinada.
En mi adolescencia conocí a Soda Stereo y Caifanes y The Doors y la vida entonces no fue la misma; siguieron Pink Floyd y Led Zepellin, y junto con ellos las estaciones de radio de El Paso, Texas, como la KLAQ, 95.5, y The Fox, 92.3, y NPR, estación pública que por las mañanas toca jazz. Luego fueron las cantinas y Los Panchos seguidos de Pérez Prado y María Victoria y Simon and Garfunkel.
A los 16 años, en el taller de literatura del INBA de Ciudad Juárez ¾al cual ingresé con la convicción de escribir canciones de rock estilo Soda Stereo y Caifanes¾ conocí a Edgar Rincón Luna y meses después, junto con un amigo llamado Jorge Chávez Ramírez, formamos un grupo llamado, entre otros nombres, 50% de descuento. Desafortunadamente nunca despegó nuestra carrera musical.
Mi primer poemario, Abcdario (Tierra Adentro, 2000 y 2006), se publicó cuando cumplí los 26 años. En el 2005 publiqué Si fueras en mi sangre un baile de botellas (ESN-Nod, 2005) y ese fue otro intento de retomar de alguna manera la música. A mi gusto, el poemario es un doble LP, y hasta un poema de Jazz está incluido.
Entonces vino la narrativa y la obsesión de la música se hizo más clara en mi trabajo. Pasé mi infancia escuchando a Javier Solís y Cuco Sánchez entre otros. Recuerdo los viajes que hacía junto con mis padres y hermana desde Ciudad Juárez a San Luis Potosí cada verano, la música que nos acompañaba mientras dormitaba en medio de esa nada inmensa que era la Panamericana. En cierto momento del recorrido, cuando Marco Antonio Muñiz cantaba “Adelante”, la carretera y sus páramos oscuros de un lado y otro se hacían menos tediosos. Janis Joplin y Astrud Gilberto aparecen en Una isla sin mar (Mondadori 2009); en Juárez Whiskey (Almadía, 2013) hablo de Javier Solis y retomo a Janis.
Ahora, por un amigo obsesionado con la música que se hace en el mundo conozco grupos y cantantes muy diversos. Pero a mí me gusta el rock más que otro género. Tuve mi tiempo para escuchar a Beethoven y Mozart y Chopin, me encantan Revueltas y Stravinsky, lo que me llena es la música oscura y extraña, algunos discos que tiene Kronos Quartet como Black Angels por mencionar alguno, pero la versatilidad del rock es lo mío. Digamos que escucho algunas canciones de grupos nuevos como Bon Iver o Fleet Foxes o Swan o Apparat, y regreso de pronto a Procol Harum y Porcupine Tree. A veces escucho a Bohren and der Club of Gore y su disco Sunset Mission. Y todos estos grupos me han ayudado a escribir cuentos y capítulos de novelas y algún que otro poema.
Cuando viajo cargo mi celular con 100 canciones que son alrededor de siete horas de música y de alguna manera es parte del Soundtrack de mi vida y me pregunto quién no tiene al menos parte del Soundtrack de su vida resuelto, quizá la última canción o canciones que corran junto con los créditos de la película cuando se dé el último suspiro y la pantalla se vuelva negra y los nombres de todos los que nos acompañaron avancen desde los nombres de los padres y los primeros amigos, las novias y las amantes y los maestros y el vecino de la esquina y el doctor que te operó las anginas y los que en alguna riña te rompieron la nariz y te mandaron al hospital y el crew de sonido y el de catering y la unidad de primeros auxilios, todos sus nombres en una interminable hilera con la música que los acompaña hasta dar con el símbolo de Copyright, el año y la palabra Technicolor encerrada en un cuadrado blanco.
Si me preguntaran las canciones, álbumes y obras musicales que hasta el día de hoy considero imprescindibles en mi vida, aparte de los ya mencionados, agrego El Requiem de Mozart y los Nocturnos de Chopin, y esto me recuerda una plática que tuve con un gran amigo muy borracho y filósofo. En una fiesta, alrededor de la medianoche, comenzamos a platicar sobre el compositor polaco y, en un vaivén sobre cuáles de sus piezas nos gustaban, le dije que si pudiéramos comparar cortes de carne con los compositores Chopin sería un Rib Eye mientras que Beethoven un New York. Mi amigo sonrió y coincidió conmigo. Quizá también Chopin sería un perfume para mujer y Beethoven una loción para hombre, agregué y mi amigo bebió de su vodka, miró al cielo nublado y dijo “tienes razón, tienes razón”.  Y entonces brindamos. Sólo faltaba saber qué corte de carne sería Mozart.

Una isla sin mar, de nuez,

esto me gusta.

En Letroactivos apareció esta nota donde se habla de Una isla sin mar.

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Ciudad Juárez, Chihuahua: Una isla sin mar, de César Silva Márquez
El norte del país siempre me ha parecido un lugar inhóspito, seco y magnífico. Me sorprende todavía que haya ciudades en medio de desiertos y grandísimas extensiones de tierra seca: estas características les dan un barniz único. Por culpa de hechos tanto desafortunados como lamentables ha crecido la idea general de que Juárez es una ciudad de muerte y oscuridad; un pedazo de tierra abandonado por Dios y por el resto del país. Pero esta idea no hace más que alejarnos de la realidad. En Una isla sin mar observamos desde adentro a una ciudad viva, enmarcada de esa melancolía que solo puede haber en la línea donde termina la idea de «México».